
El 14 de enero de 2015 el billonario de la tecnología Mark Zuckerberg visitó Colombia. Lo recibió el presidente Juan Manuel Santos, quien retornó a su primer oficio para entrevistar al CEO. La visita celebraba la inauguración de internet.org en Colombia, un programa que Zuckerberg lanzó hace más de una década. “Nuestra misión es lograr que todo el mundo sea mucho más abierto y conectado… Toda la gente que use Tigo como operador tendrá acceso”, anunció el magnate. La idea era que Facebook ofrecería un servicio de conectividad que no se cobraría directamente a los usuarios; todo en alianza con el gobierno y un prestador de telefonía celular.
El lanzamiento del programa quedó solo en palabras. De acuerdo con el libro Personas descuidadas de la exfuncionaria de Facebook Sarah Wynn-Williams, esa alianza entre el gobierno colombiano y el gigante de la información se frustró debido a un desplante de Zuckerberg a Santos.
Según el libro, Zuckerberg le explicó a su equipo que serían los proveedores de telefonía celular los que asumirían los costos de esos servicios que querían instalar por todo el mundo y Facebook acumularía usuarios, en especial en los lugares más ávidos de conexión.
Wynn-Williams relata que su estrategia para seducir al gobierno colombiano empezó por convencer al ministro de las comunicaciones, Diego Molano. Según el relato, Molano era una convencido de la causa y organizó todo para que Zuckerberg y Santos lanzaran juntos el programa. Aun así, los estrictos horarios de Mark, quien dormía religiosamente hasta las doce del día, impidieron que llegara a tiempo. De acuerdo con la censurada autora, después del desplante el gobierno colombiano no volvió a contestar.

Diego Molano me dijo que esa historia no coincidía con su versión y que “Sarah descontextualiza muchas cosas”. También que no recuerda “si en ese momento se implementó o no internet.org, pero sí se diseñó e implementó el marco regulatorio del Zero Rating”.
El empujón en Colombia lo intentaron a raíz de la prohibición del Zero Rating en Chile en 2014, porque, según Wynn-Williams era importante detener un efecto cascada en la región.
Cuando trataron de vender la idea en Brasil, Sarah cuenta que Dilma Rousseff la rechazó y advirtió que si los prestadores de telefonía celular asumían esos costos no era en realidad un proyecto gratis. Rousseff le pidió a Zuckerberg que, si realmente le interesaba la conectividad, contribuyera a la instalación de redes en la Amazonía. Eso nunca pasó.
Eventualmente el pretencioso nombre internet.org, que enmascaraba la obsesiva búsqueda de usuarios con una supuesta lucha por el acceso a internet, fue cambiado por Free Basics. Con ese nuevo antifaz intentaron instalarse en el mercado indio.
Allá la entidad reguladora de las comunicaciones abrió un espacio para que la ciudadanía comentara si deseaba que se acabara o no ese servicio. Sarah recuerda que, acto seguido, Facebook coordinó una campaña en la que gastaron “millones de dólares”, organizaron protestas, alebrestaron al algoritmo para destruir a sus críticos y desarrollaron un aplicativo con el que la gente podía oponerse de manera automática a la prohibición. Aun así, India dijo no al Zero Rating.
Myanmar fue el caldo de cultivo perfecto para el experimento de Facebook, pues, como lo señaló Wynn-Williams, en ese país “Facebook es el internet para casi todo el mundo. Facebook hizo tratos con las empresas locales de comunicaciones para precargar Facebook en los celulares, y en muchos planes, el tiempo gastado en Facebook no contaba en los minutos”. La conexión vino a un altísimo costo. Esa plataforma era la experiencia total del internet y por eso fue tan fácil emplearla para difundir los discursos de odio que permitieron la limpieza étnica de la población Rohinyá. Tanto Amnistía Internacional como las Naciones Unidas responsabilizaron a Meta por la proliferación de los discursos que alimentaron ese genocidio.
Las experiencias que relata Sarah, y que Meta busca silenciar, revelan el interés de un conglomerado que veía en los lugares desconectados una oportunidad para acumular usuarios. La idea es poderosa y perversa, porque si nunca antes han conocido el internet, esas personas no tienen problema alguno con que se les permitan acceso solo a ese rincón, ni tampoco les es relevante qué obtienen estas empresas a cambio.
Como Meta, otros gigantes tecnológicos han perseguido estos esquemas con los que se aprovechan de la gente empobrecida y desconectada para encerrarlos en las plataformas que les “regalan”. Como lo ha hecho Google en varias ocasiones, por ejemplo, con su producto Google Fiber.
Estos esquemas también son propuestos y promulgados por funcionarios y Estados que permiten que las empresas privadas respondan con migajas por las metas de conectividad que ellos han abandonado y maquillan con estas soluciones insuficientes. Como si el Estado pudiese tercerizar y desentenderse de su responsabilidad de conectar a la gente.

