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La película francesa El conde de Montecristo, estrenada este año en el Festival de Cannes, recrea una de las narraciones de aventuras más famosas de todos los tiempos. María Cristina Lamus (MacLamus) se encarga de recordarla en estas décimas.
Cinéfila consumada,
la última cinta que he visto
—El conde de Montecristo—
me ha dejado impresionada
por su factura lograda.
Ciento ochenta años después
descubrimos a través
de la novela de Dumas
la Marsella envuelta en brumas
de la vida de Dantés.
Joven, lleno de ilusiones,
a los diecinueve Edmundo
se creía dueño del mundo,
cuando un as de corazones
regía sus emociones.
Mas la envidia, oportunista,
lo llamó bonapartista.
Cercado por la maldad
fue encerrado sin piedad,
sin un proceso a ojos vista.
Perdió a Mercedes, su amor,
y para colmo de males
fue sometido a brutales
ultrajes, al deshonor.
Prisionero del horror,
en una isla toparía
al buen abate Faría
quien le reveló un tesoro
comparable a todo el oro
que alguno imaginaría.
Se fugó de la prisión
al cabo de catorce años.
Ya rico, en su desengaño
se entregó con decisión
a vengar su maldición.
Con todo, ya no le alcanza
en sí misma la venganza,
“plato que se come frío”
para curar el hastío
de su amor, ni la añoranza.
A muchas leguas de Francia,
un tabaco trae la historia
que le anima la memoria
en su virtual trashumancia:
Montecristo fijó estancia
en Cuba, donde un lector
leía a Dumas con fervor,
contando a los torcedores
de habanos, los sinsabores
de aquel conde vengador.
Y aquí la historia ha acabado
con colorín colorado.
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