Hace dieciséis siglos y medio —para ser exactos, 1.664 años— cientos de miles de personas que habitaban los límites orientales de Europa, donde luego anidarían países de la Unión Soviética, vieron llegar por el costado del Asia marejadas de tipos aterradores. “Eran hombrecitos pequeños, de tez amarilla, ojos rasgados y terribles cicatrices en el rostro”, escribe el historiador austriaco E.H. Gombrich. Comían carne cruda, disparaban potentes flechazos, emitían pavorosos alaridos al atacar y, más que montar diestramente en sus caballos, vivían con ellos. Cada jinete jalaba tres o cuatro animales a los que turnaba según daban señales de fatiga.
Las gigantescas turbas surgieron por diversos puntos del horizonte y, aunque recibieron el nombre común de bárbaros (extranjeros), correspondían a diversas y temibles tribus: hunos, visigodos, ostrogodos, suevos, alanos, vándalos...
Su atronadora presencia alcanzó la cumbre de saquear a la Roma papal e imperial, apoderarse de zonas que hoy cubre Alemania y atravesar el continente hasta llegar a España. Antes de que terminara el siglo V eran ya un azote, una maldición guerrera. Su migración provocó, además, una de las primeras catástrofes ambientales de la era cristiana, mucho menos estudiada, lamentablemente, que los efectos bélicos y políticos de la invasión.
El agua, el aire y el suelo son los elementos claves de la naturaleza. El primero de ellos padeció en el norte de la China “tres períodos de intensa sequía entre el año 350 y el 550 que, juntos, representan las más desafiantes condiciones de los últimos 2.000 años” (Peter Frankopan: La Tierra transformada, edición británica, 2023). Acosadas por la sed de sus bestias, las hordas bárbaras huyeron en busca de pastos. Los encontraron en las estepas de Europa oriental, y acabaron con ellos. La vegetación arrasada liberó a millones de ratas, otros roedores y pulgas que luego causaron pestes tristemente famosas, y alteró el régimen de evaporación de aguas, formación de nubes y precipitación de lluvias.
Aunque la historia ambiental del mundo no ha recibido la misma atención que la política o la económica, las amenazas que se ciernen sobre el planeta han alertado a los estudiosos sobre la importancia de revisar el pasado en estas materias y tratar de aprender lecciones. Mesopotamia, donde nació la escritura y ubicó la Biblia el paraíso terrenal, fue una rica región asiática. Sin embargo, algunos autores, como Hugh Thomas (1931-2017), no analizan el éxito económico y cultural de la zona a partir del examen de reyes y guerras, sino de factores climáticos. “Sumer y Babilonia triunfaron —apunta Thomas— porque el suelo era fértil, había lluvias primaverales y aguas para los riegos, siempre que supieran regularlas bien”. Frankopan amplía el lente: “Buena parte de la historia humana tiene que ver con el asunto de entender y adaptarse a las circunstancias cambiantes del orbe físico y natural que nos rodea”.
En el mundo antiguo, sin embargo, tanto los aciertos como los desastres propiciados por la interferencia del hombre en la naturaleza eran limitados en extensión y en duración. Los mayores cambios ocurrían ajenos a toda manipulación humana: asteroides que pasaban casi raspando la Tierra a 6,6 millones de kilómetros, y que podrían haber pulverizado partes suyas; grandes deshielos y mareas de origen lunar; erupciones colosales como la del volcán submarino Hunga Tonga (Tonga, Pacífico Sur) en enero de 2022, que produjo un sunami cuyos efectos se sintieron desde Japón y Australia hasta la costa pacífica de América y despidió una nube de cenizas claramente visibles desde los satélites geográficos espaciales.
Desde mediados del siglo XIX el esquema cambió. Con la llegada del consumo masivo de bienes y ciertas tecnologías avanzadas (motor de explosión, fabricación de plásticos, alta industrialización, descomposición del átomo, etc.) la interferencia de hombre en la naturaleza ha producido efectos globales, letales y permanentes. Muchos de ellos han ocupado conferencias, charlas, mesas redondas, escritos y documentos en la COP16, esta conferencia mitad ciencia y mitad celebración que, bien organizada y felizmente desarrollada, le robó espacio en los medios informativos a la violencia y la frivolidad. Si faltara alguna alerta sobre las calamidades que ya están aconteciendo en este mundo, nada más estremecedor que dos fotografías que circularon a propósito de la reunión: el desierto del Sahara inundado y el río Amazonas escaso de agua. Lo imposible: el infierno se congeló y el cielo empezó a quemarse.
El colombiano que hoy ignore el aciago porvenir que nos espera si no cambiamos de manera radical y urgente nuestra relación con la naturaleza, que se vaya a Estados Unidos y vote por Donald Trump. Este capitán del negativismo ecológico pronunció hace poco la siguiente frase alarmante: “He visto el problema ambiental, he leído sobre él, y creo que no existe”.
Pero, antes de que viaje al país más sabio y a la vez más ignorante del universo, conviene que lea las conclusiones satírico-macabras del profesor Pankopan: “Es fácil responder cómo se solucionará el problema del cambio climático: la naturaleza, más que la acción humana, reducirá a cero la emisión [de gases tóxicos]. Lo hará a través de un catastrófico descenso de la población debido al hambre, las enfermedades o la guerra. Con pocos humanos en los alrededores dispuestos a quemar combustibles, talar bosques y arrancar minerales a la corteza terrestre, la huella del hombre se reducirá de manera drástica y nos aproximaremos a ese paraíso suntuoso y sostenible de nuestro fantasioso pasado. Quizás logremos regresar a él gracias a medios pacíficos. Pero un historiador no apostaría a favor de esta opción”.
ESQUIRLAS: 1. La muerte del gran acordeonero Egidio Cuadrado es una tristísima noticia para el vallenato. 2. En cambio es muy buena el lanzamiento, el próximo 7 de noviembre, de Estrella binaria, la historia de la vida y obra de Gonzalo el Cocha Molina, uno de los más grandes intérpretes del instrumento que es posible escuchar.
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