Pablo Montoya
26 Marzo 2023

Pablo Montoya

EL RETO DE ZORRO

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Los Danieles solicitaron al novelista, profesor y músico Pablo Montoya su opinión acerca de alguien que conoce bien: el controvertido ministro (e) de Cultura Jorge Zorro.


En los años ochenta del siglo pasado surgió una escuela de música en Tunja. Su pedagogía llamó poderosamente la atención de quienes querían estudiar la música de otro modo. En medio de un país devorado por la violencia ejercida por sus grupos armados —guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, ejército y policía— en Tunja se creó una especie de conservatorio cuya pretensión era formar músicos que contribuyeran a la transformación de un país que estaba al borde de la debacle. 

Fui parte de ese grupo de muchachos que soñábamos, entre la rumba, la sicodelia y un batiburrillo ideológico donde convivían Marx y Jesucristo, Fidel Castro y García Márquez, los bambucos de Francisco Cristancho y el minimalismo de Philip Glass, con modelar un país inteligente, sensible y musical. Y como estudié en esa escuela algunos años, muchas veces asocié ese oasis entre colonial y republicano —ella funcionaba en un antiguo seminario de la diócesis de Boyacá— con el hospital de La Montaña mágica de Thomas Mann. La diferencia era que allí no íbamos a morirnos de tisis, aunque los vientos y el frío de Tunja muchas veces nos ponía en aprietos respiratorios, sino a estudiar el arte de los sonidos para el supuesto beneficio de un país. 

El director de la escuela era un hombre llamado Jorge Zorro. Sobre sus espaldas cargaba un proyecto educativo que no demoré mucho en vincular al tema de las utopías. Zorro estaba recién llegado a Colombia. Se había formado en la Unión Soviética. A la sazón, estaba totalmente convencido de que lo suyo tenía un carácter misional. Y lo suyo se afincaba en la idea de que una sociedad sin músicos bien formados es una sociedad sorda y fallida.   

Para mí, y para algunos de mis compañeros, Zorro era alguien extraordinario. Quiero decir con esto que toparse con personas como él no era para nada usual. Una persona tan segura y comprometida con sus ideas estéticas que parecía irrebatible. Un tipo de utopista social que manejaba con solvencia la teoría de la música, la dirección de orquesta y de coros e inteligentes conceptos sociológicos, filosóficos y políticos. No me cabe la menor duda de que si la República de Platón la trasladáramos a Colombia, entre sus dirigentes —que debían ser filósofos y músicos— Zorro ocuparía un lugar preponderante. 

No en la de Platón, pero sí en la República de Gustavo Petro, el maestro Zorro está ahora ocupando increíblemente un mando ministerial. Digo “increíble” porque, siendo un hombre mayor, yo lo suponía más o menos retirado de la vida pública en la fundación universitaria Corpas, donde ha consolidado su siempre discutible proyecto. En Tunja lo había intentado instaurar, pero por un conjunto de causas, que iban desde las de índole económica hasta las de orden conceptual y administrativo, todo esto se malogró. Recuerdo que aquel impetuoso e infatigable Zorro de los años ochenta intentó que le hicieran caso en Bogotá, en Medellín y en Cali. Pero en los conservatorios de esas ciudades, cuando le escuchaban su plan de pedagogía musical, de clara tradición eurocentrista y atiborrada de referencias rusas, le cerraron las puertas. 

Ahora el nuevo gobierno se las ha abierto del todo. Zorro podrá implementar, posiblemente, lo que intentó hacer en Tunja y hace en la Corpas. Una enseñanza donde va a prevalecer la teoría musical clásica y en la cual la competitividad será la que mande la parada. Un plan de formación de orquestas sinfónicas que podría llevarse todo el presupuesto y afectar las también vitales propuestas de música y arte popular. 
Recuerdo que en la escuela de música de Tunja de aquellos años nosotros le hicimos a Zorro críticas muy similares a las que se le están haciendo ahora. Incluso le armamos una huelga de la que, lo confieso, fui uno de sus promotores. Le dijimos al maestro que nosotros necesitábamos estudiar teoría, pero que también queríamos hacer música. Zorro insistía, sin embargo, en que primero debíamos manejar con profundidad el solfeo, la armonía y el contrapunto para después ocuparnos de lo otro. Le dijimos que en su plan lo folclórico y popular (la presencia de la música colombiana, el jazz, la salsa y las demás músicas fusiones de América Latina) era tan insular como mínimo. Nos respondía que lo verdaderamente científico, lo más profesional y lo que prueba el más alto nivel de la civilización musical era la tradición clásica. Le dijimos, finalmente, que una escuela sin plata para hacer más salones y comprar más instrumentos y contratar más profesores era inviable. Esto último ya no dependía de él, sino del Estado colombiano. Y este se la gastaba en ese tiempo en la guerra contra los enemigos internos mientras la corrupción se llevaba el resto. 

Esto sucedió hace casi cuarenta años. Yo guardo la esperanza de que Zorro haya aprendido las lecciones de su historia y que su lectura del país haya también evolucionado. La Colombia de ahora es más consciente que nunca de la riqueza de su diversidad cultural y ya no le come tanto cuento, en lo que tiene que ver con las artes, a lo que viene de Europa. Por fortuna, el ministerio que dirige goza del mayor presupuesto que la cultura haya tenido jamás en Colombia, país avaro en esas lides como el que más. Y lo están acompañando una serie de mesas técnicas donde los que saben debaten los asuntos primordiales de lo que, musicalmente hablando, este país necesita. 

Jorge Zorro, cómo desconocerlo, es un hombre de una formación musical loable. A la soviética, la acompañan los estudios que hizo después en Europa y Estados Unidos. Si hay alguien capaz de llevar a cabo, por experiencia y sabiduría adquiridas a lo largo de los años, la renovación musical del país, desde lo público y estatal, es él. 
Solo tendrá que reconocer la riqueza enorme de lo popular y el folklor que en Tunja miraba con cierto desdén. Comprender que Colombia, además de lo europeo, es también lo negro, lo indígena y, esencialmente, lo mestizo. Y que la música no puede ser exclusivamente el dominio de la angustiosa competitividad, sino un mapa maravilloso donde la lúdica y el sueño sean sus máximas coordenadas.  
 

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