—¡Ganó el radical, ganó el arrogante! —me informó mi esposa al borde del llanto.
—Y ganó hace ya dos años y debemos respetar la voz del pueblo —le dije con firmeza.
—¿De quién hablas? —preguntó.
—¿De quién hablas tú? —contrapregunté.
Que hablaba de Trump, el nuevo presidente de Estados Unidos, el país más tercermundista del mundo, como lo demostraron las elecciones que acaban de suceder: en ellas, luego de sobrevivir a un atentado, el expresentador de un reality de televisión, de 78 años de edad, que afirmaba que los haitianos se devoraban los gatos del vecino y fue sentenciado por cometer 34 crímenes, uno de los cuales consistió en sobornar a una actriz porno, obtuvo la victoria de una forma tan sorpresiva como contundente; obtuvo la victoria, digo, y lo hizo en buena medida porque su rival era un anciano de 81 años que en los últimos meses hablaba con personas imaginarias, se caía al subir las escaleras y simulaba devorar el pie de los bebés con los que se tomaba fotografías. El anciano, entonces, se retiró: lo reemplazó una mujer que no dejaba nunca de sonreír, a la que pronosticaban como ganadora, pero que fue derrotada por los votos vergonzantes de millones de personas que preferían a este hombre de color naranja que remataba sus discursos belicosos con una ridícula danza de cachaco en carnaval. Para más disparates, técnicamente, si el juez de su caso lo determinara, el ganador podría pagar prisión u obtener la Casa Blanca por cárcel: ¿sucedería algo semejante en Bolivia o en Circombia? ¿Sucedería en Haití, paraíso gourmet de los gatos?
Lejos de mí posar como experto en elecciones gringas; lejos de mí celebrar el triunfo de Trump, o la derrota de Kamala Harris, pero, en medio del calor de los hechos, y ante las múltiples voces que observan en el triunfo de Trump el final de la especie, me pregunto si de verdad es tan grave el ascenso del Rodolfo Hernández de Nueva York: sí, puede precipitar el final del planeta, matar la especie, producir el “Agamenón” del que hablaba Berto. Pero, como están las cosas, ¿no sería acaso una liberación?
Lee uno las noticias de la semana y lo desea: las estrellas de reguetón del país se unen para lanzar una canción que sexualiza a las niñas de 14 años; Rigoberto Urán organiza un giro de despedida y el presidente Petro lo culpa de desear el regreso de los falsos positivos; un muchacho se autosecuestra y pide a su mamá 300 mil miserables pesos por su rescate: ¿en qué quedaron los valores de la juventud?; ¿para qué alcanzan 300 mil pesos hoy en día?; ¿dónde está la autoestima del muchacho? La congresista Dorina Hernández radica el proyecto de ley que reemplazará la frase Libertad y Orden por Libertad y Orden Justo: ¿por qué solo justo, por qué no “justo y bueno”, como la tienda, por ejemplo?
Ante semejantes titulares, imagina uno la lluvia de meteoros que destrozaría la pirámide de espejos de la gobernación de Cundinamarca en la calle 26, entre otras joyas arquitectónicas, y se encoge de hombros: que pase lo que tenga que pasar. Es un mundo lleno de latinos que votan por Trump. Ardan ya las llamas.
Pero mientras aquello sucede, la vida en Circombia continúa y se aproximan las elecciones de 2026 que podrán castigar el decepcionante gobierno de Petro eligiendo a un Trump criollo. Sin el ingeniero Hernández, que ya no nos acompaña, ¿quién puede ser el señalado? ¿María Fernanda Cabal, luego de propagar la noticia de que los venezolanos comen gatos? ¿Vicky Dávila, impulsada por Gabriel Gilinski, el Elon Musk de su candidatura?
Y, pese a todo, surge un nombre que parece desgastado, pero que de cualquier forma encarna una salida de mano dura, si se puede decir así: Germán Vargas Lleras. Siempre y cuando entre en sintonía con los nuevos tiempos y cese todo esfuerzo por parecer una persona afable, prácticamente un ser humano.
2024 pasará a la historia como el año en que fuimos testigos de su conversión a influencer musical: para “humanizarlo”, sus asesores lo obligaron a recomendar canciones de su agrado en las redes digitales. El ogro aparecía, entonces, poniendo su mejor cara mientras nos pedía escuchar baladas de Nino Bravo. En el mes de la mujer sacó una lista para celebrarlas y les dedicó Mátalas.
A pesar del esfuerzo por contener su naturaleza, la semana pasada circuló un video en el que, durante una entrevista, nuestro nuevo Alejandro Villalobos daba un manotazo, si se puede llamar de ese modo:
—¡Ya! —gritó, mientras golpeaba la mesa porque uno de sus asistentes lo azoraba.
Como acto de contrición, dos días después sus asesores lo obligaron a entregar dulces a unos niños en Halloween. Según María José Pizarro, en realidad eran sobrecitos de azúcar. Mancho ripostó con un video en el que le demuestra que no: que era el nuevo Bom Bom Bun masticable, “mi dulce favorito, que ahora viene en barra”, en una pieza que parecía un comercial: ardan ya la llamas.
Muchos estamos dispuestos a votar por Germán Vargas Lleras si ese es el precio para que deje de recomendar canciones en sus redes sociales. Pero si de veras quiere obtener la presidencia, debe comprender que, en la era digital, gana quien exhiba de modo auténtico su patanería, no quien la esconda. Ese fue el secreto de Trump, el de Milei. Y ese es el camino que debería transitar nuestro candidato: pegar sopapos a sus anchas, espantar a manotazos a los niños que toquen su timbre en el Halloween.
Pensaba lo anterior mientras seguía observando los boletines electorales con mi esposa.
—¡Vamos a quedar en manos de un político que decía que si no ganaba él, entonces había fraude! —se quejó.
—¡De un líder narcisista y populista como pocos! —respondí.
—¿De quién hablas?
—¿De quién hablas tú?
No lo dije: caudillos megalómanos existen en todos lados, pero esta semana pienso omitir el nombre de nuestro narciso tropical para evitar la lluvia de insultos de bodegas petristas que diluvió sobre Rigoberto Urán. Lo haré cuando Gabriel Gilinski desarrolle su flotilla de cohetes. Y cuando asuma su naturaleza el candidato que es como Nino: Bravo.
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