
En 1825, mientras Inglaterra reconocía la soberanía de la joven república de Colombia y Francia remendaba sus instituciones tras la devastadora era napoleónica, Viena se destacaba como capital musical del mundo. Mozart había muerto unos años antes, pero Beethoven, Schubert, Liszt y Mendelsson se hallaban en plena actividad. A falta de medios de grabación, (que solo empezarían a desarrollarse medio siglo después), abundaba la música en vivo y los aficionados acudían constantemente a teatros y recitales.
A los 54 años, Ludwig van Beethoven era uno de los más reconocidos compositores, pianistas y directores de orquesta de Europa. Había nacido en Bonn, Alemania, pero su patria musical era Viena. Allí lo celebraban por su colosal talento, si bien temían a su mal genio, que se tornaba más agrio a medida que transcurrían los años. Agravaba la situación una terca y creciente sordera que ocultó durante un tiempo pero que ya resultaba evidente, pues los tatarabuelos de los micrófonos diminutos de hoy eran unos tubos enormes, metálicos, cornúpetas y aparatosos. “Si tuviera cualquier otro oficio —confesó a un amigo—, esta enfermedad sería llevadera; pero en el mío, la situación es terrible”. Beethoven era un genio capaz de llenar decenas de partituras sin que sus oídos escucharan una sola nota; todas las almacenaba en su memoria. Pero se consideraba “profundamente desvenurado” por la dificultad de relacionarse con el prójimo.
Los males de su corazón competían con los de su oído. Había tenido amores con varias mujeres. Según el biógrafo Romain Rolland (Beethoven: de la Heroica a la Appasionata, 1929), una de ellas, Giulietta Guicciardi, resultó “coqueta, infantil y egoísta” y otra, Antonie Brentano, casada y con cuatro hijos, estaba dispuesta, si Beethoven le decía ven, a “dejarlo todo”, como en el bolero. Pero el que la dejó fue él.
Las angustias amorosas eran una de las razones de que esquivara la prueba más brava para un compositor clásico, que es la creación de sinfonías y óperas. Beethoven no componía una sinfonía desde hacía doce años y la versión definitiva de su única ópera, Fidelio, se había estrenado en 1814. Corría la voz de que estaba trabajando hacía tiempos en una nueva sinfonía, la novena de su lista, basada en Oda a la alegría, poema del difunto dramaturgo alemán Friedrich Schiller.
Así, pues, la expectativa chispeaba entre los melómanos, que convencieron a su melenudo colega de que estrenara la obra en Viena y no en Londres, donde la Sociedad Filarmónica le había adelantado unos honorarios para costear su parsimoniosa labor.
La noche del 7 de mayo de 1824 —hace 201 años esta semana— el Teatro Kärnthnerthor estaba lleno, pero no repleto; unas pocas butacas se hallaban vacías. Contribuían a los pequeños claros en platea la competencia con otros espectáculos y el chisme de que la orquesta no estaba suficientemente preparada. Era cierto. Solo había podido realizar dos ensayos de la sinfonía, y la partitura era tan compleja que algunos cantantes pidieron al autor que la simplificara un poco, a lo que él se negó indignado. El propio compositor era sumamente exigente, hasta el punto de que comentó sobre los ensayos de Fidelio: “Pierdo las ganas de componer más música si la van a tocar tan mal”. Llegado el momento, Beethoven se sentó próximo a la orquesta pero de espaldas al público y con el mamotreto de la partitura en las rodillas, como solía hacerlo, para seguir la música con los ojos y la imaginación.
Setenta minutos después, la presentación había finalizado y Beethoven solo percibía un silencio fantasmal. Entonces una cantante le pidió que volteara la mirada hacia los espectadores, y el maestro pudo ver que el respetable público aplaudía, gritaba, gesticulaba y agitaba pañuelos. No era para menos. Acababa de asistir a un momento único en la historia del arte: el estreno de la obra que, con el paso del tiempo, se convertiría en una de las más apreciadas piezas clásicas, si no la más, equivalente a la Mona Lisa en la pintura, el Quijote o la Divina Comedia en las letras y la gran muralla china en la arquitectura.
Todo era inesperado y maravilloso. Desde la apertura —una especie de ronroneo de la tierra que se transforma en música— hasta el final, un estallido de coros (elemento extraño hasta entonces en las sinfonías) y orquesta plena que evoca los grandes cierres operáticos. El profesor Johnathan Kramer señala que la obra “avanza de un inicio sosegado a una catástrofe apocalíptica” (Listen to the Music, 1988). Ese precioso terremoto musical es un canto de amor, de amistad, de fraternidad, de libertad, de gozo. Una sinfonía en que la voz humana conquista el ámbito desde su primer verso.
Escucha, hermano,
la canción de la alegría,
el canto alegre del que espera
un nuevo día.
Doscientos años más tarde, sus notas son himno de la Unión Europea, preámbulo de competencias deportivas, identificación de partidos políticos, tema cinematográfico y recurso de cuñas publicitarias. Los hispanoparlantes reconocemos la Novena, sobre todo, por la inolvidable interpretación del rockero español Miguel Ríos (1969) a partir de la versión del argentino Waldo de los Ríos.
Grandes críticos del siglo XIX, como el inglés George Grove (Beethoven y las 9 sinfonías, 1982), aceptan que la Novena encierra “una fascinación misteriosa”. El historiador Harold C. Schonberg (“New Man in Music”, 1970), sostiene: “Estamos ante una supermúsica que no conoce reglas”. Y remata: “Ni siquiera es música bella. Es simplemente sublime”.
El mundo necesita, más que nunca, que esa música sublime se haga realidad.
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Recomiendo las siguientes versiones alojadas en YouTube de la Sinfonía Número 9 en Re Menor, Opus 125, coral:
• Herbert von Karajan con la Filarmónica de Berlín.
• Daniel Barenboim con la orquesta West-Eastern Divan, integrada por jóvenes músicos palestinos, israelíes y árabes.
• Gustavo Duhamel con la Orquesta Simón Bolívar, Venezuela.
• Y Raquell Aller (Les Arts, Valencia) explica en 13 minutos la Novena Sinfonía.
