Ana Bejarano Ricaurte
9 Abril 2023

Ana Bejarano Ricaurte

EXPONER EL HORROR

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Hace casi dos décadas Pirry entrevistó a uno de los asesinos en serie más temibles de la historia. La conversación con Luis Alfredo Garavito fue casi tan cruenta como sus crímenes y despertó una gran polémica por las erráticas conclusiones a las que invitaba, por las justificaciones repugnantes del asesino, por la exposición franca del horror. 

Era un ejercicio protegido de la libertad de prensa y una oportunidad para que la opinión pública conociera cómo se convierte un ser humano en un monstruo depredador de niños. Este enfoque periodístico no es nuevo y afortunadamente ocurre cada vez con mayor frecuencia: la exposición a la luz de los violentos y sus motivaciones. 

Y, claro, ya lo dije la semana pasada, pero por si las moscas, estos escenarios implican un enorme compromiso ético de llevar a los agresores a conversaciones honestas y provechosas para el interés público. Obliga el contraste adecuado, la formulación de preguntas difíciles y el cuidado de no borrar las voces de las víctimas. No dije ¾porque tampoco lo creo¾ que habilitar micrófonos sea un respaldo, ni una forma de complacencia; es más: si se hace bien puede ser todo lo contrario. 

No se trata de dar validez al otro lado de la historia, o de encontrar alguna razón que justifique el abuso. Se busca pintar un panorama amplio y suficiente de los males que nos aquejan, como por ejemplo la pandemia de la violencia doméstica. 

Los hombres públicos no solo tienen el deber de salir a hablar sobre este fenómeno cuando lo alimentan, sino la obligación de contribuir a su desmonte. Es parte del resarcimiento que merecen las víctimas. Los periodistas tienen el deber ¾constitucional y legal¾ de escucharlos, confrontarlos y hacerlos objeto del buen desarrollo de su profesión. 

Y creo que este ejercicio debería replicarse con todo tipo de violentos, porque cuando un agresor en casa ve por televisión a alguien parecido haciendo un acto de contrición o pagando una pena, puede servir de antídoto y generar un cambio. 

El derecho a la libertad de expresión, por lo menos como lo pensó la carta política del 91, es una garantía dual, que implica no solo la posibilidad de expresar lo que pensamos, sino el derecho a recibir todo tipo de informaciones. En ocasiones, los mensajes difíciles son imprescindibles para la sanidad del sentir público, para la erradicación de dogmas dañinos, como la misógina que habilita la violencia basada en género. 

Nos acusaron a Los Danieles de vivir “desconectados” de la realidad por entrevistar a Matador y me pregunto cuántos de esos biempensantes habrán visto la entrevista completa. No creo que tengan razón, pero en ese caso no seríamos los únicos. Los caminos para erradicar las violencias basadas en género no son los cómodos aplaudideros desde los que constatan sus sesgos. Prefiero, en todo caso, este lado de la desconexión: la posibilidad de tener conversaciones difíciles, de oír cosas con las que no estoy de acuerdo, de refutar por qué la violencia contra las mujeres no es un simple problema de tragos.  

¿Desde cuándo escuchar o conversar es inmediatamente asumido como complacencia? Cuán elocuente es esa idea sobre los males del debate público en Colombia. En general sobre los asuntos que nos dividen y alimentan la violencia que tan a la mano tenemos. Y además qué fácil les queda pegarse de un hashtag para prender las hogueras, sin tener que ir a fondo o dar razones. 

¿Y si en lugar de indignarse con la apertura de micrófonos se dedicaran a contestar y estudiar lo que se dice en ellos? A explicar por qué un argumento es misógino o dañino, en lugar de solamente pedir que le apaguen el volumen. Incluso a señalar cuando los periodistas hacen mal su trabajo y habilitan espacios solo para lavar culpas, qué preguntas faltaron o sobraron y por qué. Esa opción no la contempla la turba enardecida porque implica mucho esfuerzo, mucho trabajo. 

Entiendo, sí, a las mujeres que tienen rabia y poco más que eso porque no han recibido resarcimiento alguno por la agresión padecida. Y comprendo que para ellas la consideración de los violentos viene a un alto costo. Mientras la justicia siga andando a medias, las sanciones sociales continuarán afectando la sanidad y heterogeneidad del debate público. Agradezco también a quienes se tomaron el tiempo de hacer críticas sustentadas y razonadas que alimentan la discusión.  

Justo antes de enviar esta columna un señor ecuánime, brillante y experimentado como pocos en la cosa pública, me comentó lo que pensaba del asunto, pero ante todo sus prevenciones de compartirlo en público. No era una apología de la violencia doméstica, sino la experiencia de una generación que ve el mundo cambiar ante sus ojos. Pensé lo dañina que resulta esa autocensura de tantos estamentos sociales que temen a las hordas del silenciamiento. A las que leen lo que quieren y entienden lo que les parezca porque así resuenan mejor sus monólogos inútiles y cómodos. 

No es el sendero que he elegido ni el que mejor conduzca a una solución por fuera de la burbuja nebulosa en la que escogen vivir algunos. Aplaudo a los periodistas que toman el riesgo de exponer violencias, como Pirry, y asumen la enorme responsabilidad de esa tarea. Celebro y lucho por la posibilidad de que en un país como Colombia podamos tener conversaciones difíciles sobre temas escabrosos y que esos intercambios ayuden a desmontar la violencia.     
 

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