
A pesar de su grosor (6 centímetros), de su peso (1.182 gramos: un kilo y pico), de sus medidas de directorio telefónico (23.5 centímetros de alto por 17 de ancho), de sus 655 páginas y de su robusto precio (entre 175.500 y 190.000 pesos), no hay lector fiel de García Márquez que no aspire a tener y gozar uno de los mejores estudios que se han publicado sobre la obra de nuestro Premio Nobel: Los médicos de Macondo.
El autor es un profesor español de 63 años sabio, divertido y apuesto (calvo, barbudo, ojiclaro), con nombre de capa y espada: Juan Valentín Fernández de la Gala. A mediados de los años ochenta estudiaba medicina en Sevilla y era buen lector de los libros de Gabo. Dio entonces en la flor de anotar al margen pequeños comentarios cuando tropezaba en sus páginas con cuestiones de enfermedades, curaciones y terapeutas. Las notas sueltas se volvieron un catálogo, el catálogo se convirtió al cabo de siete años en tesis de grado y esa tesis, enjoyada por una amena redacción, una edición espléndida y cientos de fotos, gráficos, recuadros, acotaciones laterales, índices y vocabularios, constituye este tomo que puede leerse de un solo y largo trago o por piezas dispersas.

No se requiere ser médico, ni siquiera paciente o enfermo, para caer bajo el hechizo del mamotreto. Fernández de la Gala es profesor y no tiene consultorio sino laboratorio, ya que su especialidad antropológica es el estudio de huesos arqueológicos. Y, por supuesto, García Márquez. Pocos terrícolas —Gerald Martin, Dasso Saldívar, Fernando Jaramillo y algunos más— saben tanto de la obra y vida del creador de Aureliano Buendía como este extremeño a quien la Academia Nacional de Medicina de Colombia acogió como miembro. Sin embargo, no llegó a conocer nunca a Gabo.
Microentrevista
—¿Cómo fue que nunca pudo hablar con GGM? —le pregunté en una microentrevista para Los Danieles.
JVF. Lamentablemente, mientras yo avanzaba en mi estudio, la cabeza de García Márquez retrocedía en las nieblas del olvido. Así que nunca nos encontramos. Pero, gracias a su hermano Jaime y a su hijo Gonzalo, lo he sentido muy cerca en todo momento.
¿Cuál es su novela preferida de GGM?
JVF. Por su originalidad técnica, El otoño del patriarca. Por ser la mejor historia universal de la ternura que conozco, El amor en los tiempos del cólera.
¿Y cuál es su médico de ficción favorito entre los muchos que circulan por la obra de GGM?
JVF. Sin lugar a dudas, el doctor Octavio Giraldo, personaje que se insinúa en El coronel no tiene quien le escriba, aparece en La mala hora y regresa en Los funerales de la Mamá Grande. Es un médico sabio, mamador de gallo y cercano a los más débiles. Su inspirador en la realidad es el médico argelino Mohammed Tebbal, a quien Gabo conoció por accidente en París y con quien entabló estrecha amistad.
¿Cuál considera el mayor hallazgo de su investigación?
JVF. Más que un hallazgo, la confirmación rotunda de algo que ya había insinuado Gabo. Me refiero al peso extraordinario que tiene en su obra aquella visita suya a Aracataca en los años cincuenta, que lo llevó a reencontrarse con el médico Antonio José Barbosa y a conversar con él. Allí entendió epifánicamente que debía escribir sobre el mundo de Macondo y hacerlo en el tono narrativo de sus abuelos o del propio Barbosa.
¿Aparte de confirmar a la farmacia de Aracataca como ¨kilómetro cero de Macondo”, ¿qué otros hallazgos hizo en su pesquisa?
JVF. Era completamente desconocida la vida del doctor Próspero Révérend, el médico francés que asistió a Bolívar en su agonía. Pude levantar los rumbos de su biografía antes de llegar a Colombia y seguir el hilo abrahámico de sus innumerables descendientes.
¿Detectó errores médicos notables en la obra de GGM?
JVF. Escasísimos, en tantas miles de páginas de novelas y cuentos. Gabo era muy riguroso con la precisión real para así edificar mejor sus ficciones. Puedo señalar unos pocos errores. Le expongo tres. El doctor Juvenal Urbina, personaje de El amor en los tiempos del cólera, no pudo ser alumno del doctor Proust en París, como lo dice el texto, pues la cátedra de Proust tuvo lugar cuando ya Urbino ejercía en Cartagena. Tampoco es posible que el famoso grabado El médico, la joven y la muerte decorase un consultorio en 1848, pues el artista lo pintó en 1920. Finalmente, el cadáver de Jeremiah Saint Amour envenenado con cianuro que Gabo nos dibuja en El amor en los tiempos del cólera, no podía tener una tonalidad azulosa. Debía lucir, en cambio, una pátina rojo cereza que le daría al pobre hombre un contradictorio aspecto de muerto saludable.
¿Cuántas veces ha visitado Colombia?
JVF. Cuatro y aspiro, de mayor, a ser colombiano. Me gusta mucho Cartagena, a pesar de su atmósfera de calor algo asfixiante. Me encantó la belleza natural tan deslumbrante de la zona cafetera andina.
¿Se ha enfermado en Colombia?
JVF. Por fortuna solo he sufrido ocasionalmente malestares típicos de un viaje. Los médicos de Macondo me han protegido.
Consta que su posesión como académico de medicina en Bogotá el pasado mes de julio fue todo un suceso...
JVF. Me enorgullece el título, sobre todo porque mi investigación nació gracias a un librito del profesor Fernando Sánchez Torres, eminencia de la medicina colombiana, sobre GGM y los médicos. Pero el espaldarazo definitivo fue escuchar a Gonzalo García Barcha nombrándome médico honorario y eterno de su padre. Enorme distinción. Me esforzaré para estar a la altura.
¿Tiene nuevos planes de investigación sobre GGM?
JVF. Sí. Estoy terminando un trabajo sobre las marcas comerciales en la obra de Gabo.
ÑAPA. Por las exhaustivas páginas de Juan Valentín Fernández sobre Macondo desfilan individuos enfermos, curados, sanos y fallecidos. Solo falta un resucitado, literariamente hablando. Lo descubrió el gabólogo Fernando Jaramillo. Se trata del marqués Ygnacio de Alfaro, padre de la protagonista Sierva María. En las primeras ediciones en español, hacia el final de Del amor y otros demonios, el marqués “Se levantó sin prisas, volvió a poner la silla en su lugar, y se fue por donde había venido, sin despedirse y sin una luz”. No se sabe más de él. Pero en la edición en inglés se halla un párrafo a continuación del anterior que faltaba en la española y que, gracias a Jaramillo, regresó al texto en versiones posteriores. Allí conocemos el destino final de Alfaro: “Lo único que se encontró de él, dos veranos más tarde, en una vereda sin rumbo, fue la osamenta carcomida por los gallinazos”. A partir de la siguiente edición castellana, este párrafo regresa al manuscrito. El marqués resucita, pues, pero resucita... muerto. Macondo existe.
