Daniel Samper Ospina
6 Julio 2025 03:07 am

Daniel Samper Ospina

GUSTAVO RETRO

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Sucedió el jueves pasado. Abrí los párpados; me desperecé con los brazos en alto; me arrastré hasta al baño; me miré en el espejo. Y por poco me caigo: en el reflejo aparecía un muchacho joven, de frondosa cabellera y piel sin arrugas, al que me costó trabajo reconocer. Me eché agua fría en la cara y me restregué los ojos, pero no se iba: en el otro lado del mercurio gris aparecía el joven de 1992 que alguna vez fui, que se vestía con ropa de Jeans & Jackets, cantaba las canciones de Compañía Ilimitada y estaba tragado por igual de Xiomy y de Paola Turbay.

Prendí el radio para estar seguro de vivir en el presente: en el aquí y ahora de la Colombia de Petro en la que, en una semana cualquiera, el pastor Saade consigue expulsar a Laurita Sarabia y, entre farragosos errores de tipeo, el hombre que debe dar garantías para las elecciones, trina frases como esta: “Qué garantía podemos tener en las próximas elecciones!”.

Las noticias me dejaron perplejo. La aterciopelada voz de Julio Sánchez informaba del hallazgo de una fosa común en el Guaviare; de filas para conseguir medicamentos dignos del Seguro Social; de una nueva caída de Lucho Herrera; de la resurrección de Telecom; de un inminente riesgo de apagón eléctrico. Del atentado a un candidato presidencial.

Y de un plan de Álvaro Leyva para tumbar al Gobierno a través de un utópico complot que incluía meter en el mismo propósito a la guerrilla, los miembros de la oposición y los gringos, y forzar la entrega del poder a la Vicepresidencia, en manos —suponía para entonces, con el viaje en el tiempo ya asimilado— de Humberto de la Calle. 

En aquel momento no me adentré en la noticia, porque suponía en verdad que me encontraba en los noventa. Lo hago ahora, ya de regreso en el tiempo, y después de escuchar los audios... Qué audios, amigos: cuántas preguntas surgen. ¿Grabaron al doctor Leyva en un restaurante? ¿En cuál? ¿En Crepes y en el día de la madre, a juzgar por el exceso de ruido ambiental? ¿Y quién era su interlocutor? ¿Su propio hijo, acaso, de quien nunca se despega? Parecen una marca registrada, la representación de lo que les espera a Elon Musk y su hijito en unos años: Leyva and Son. Podrían montar una empresa familiar para fabricar pasaportes. Y sobre todo: ¿de veras está implicada la vicepresidenta? ¿O procuran utilizar el escándalo para “tumbarla” y, ya sin ella, impulsar los verdaderos cambios del gobierno del cambio con ayuda de Benedetti, de Montealegre, de Roy, y demás figuras refrescantes?
 
Todavía hoy me produce curiosidad saber por qué quienes han desestimado las denuncias del mismo Leyva por considerarlo un viejito gagá que solo inventa tonterías ofrecen plena credibilidad a sus palabras como si quien hablara ya no fuera un triste octogenario de manicomio, sino un peligroso golpista de alcances internacionales capaz de demoler, en dos llamadas, al gobierno del que hizo parte: le bastaba comunicarse con el senador Díaz Balart para cuadrar un hoyo de golf con Donald Trump en Mar-a-Lago y darle quejas en su inglés aristocrático:

—Mr Trump: I have information about Petro. He did number 2 not in the toilette, but in front of his bodyguards. We have to derrocate him.

También me llama la atención que suceda lo contrario y que quienes consideraban a Leyva un valioso testigo de los desmanes de Berto lo vean ahora como un loquito al que nadie debe tomar en serio.

En mi caso personal, pienso dar importancia al doctor Leyva hoy y siempre, suceda lo que suceda, y considero tan serio su plan de deponer al presidente como las denuncias sobre su deposesión, valga el juego de palabras: aquel accidente gastrointestinal del primer mandatario ventilado, si se puede decir así, en sus epístolas por el excanciller, lo que explicaría por qué los guardaespaldas de Presidencia llevan en el cinto la pistola, el cargador, un tubo de Desitín y unos pañitos. 

Este es, pues, el cacareado golpe de Estado que Berto se soñaba: ya no un plan de la junta de mafiosos de Dubai, ni de la prensa Mossad, ni de los blanquitos esclavistas del establecimiento, sino unos audios de su propio “canciller de la paz”. Pero algo es algo.

Yo no lo sabía entonces. Encerrado en un bucle del tiempo, en aquel momento simplemente recibía las noticias radiales una por una, todas propias de los años noventa, y rápidamente pasé del pasmo a la aceptación, y de la aceptación al disfrute. Amanecer treinta años atrás tenía sus ventajas. Podría visitar Unicentro, jugar en las maquinitas de Uniplay, comer en el Charlie’s Roastbeef de la rotonda de la cien. ¡Pedir peinado de honguito en la peluquería de Enrico!

También podría escuchar los éxitos programados —y comentados— por mi amigo Alejandro Villalobos en 88.9, cosa que me dispuse a hacer.

Buscando su emisora, precisamente, me topé la voz juvenil de César Augusto: normal, estábamos en los años noventa. Comentaba algo sobre el pundonor de un jugador llamado Hugo Rodallega: normal, eran años noventa. E informaba, sin embargo, que gracias a él Santa Fe acababa de ganar una nueva estrella para su escudo. 

Todo se detuvo. Nada tenía lógica. Resultaba imposible. El Santa Fe de aquellos años únicamente sabía perder. Y de esa forma comprendí, entonces, que no me encontraba a la deriva en un viaje en el tiempo, sino anclado en la Colombia de Gustavo Petro: el hombre por culpa del cual el país parece despertarse tres décadas atrás, cuando el mandatario carecía de papada y tenía pelo de sobra en la coronilla. Justo como ahora.

El golpe de realidad me sacó del embrujo mental, y súbitamente me brotaron arrugas y me regresó la calvicie, y entonces respiré hondo. Queda un año largo de Gobierno: tiempo suficiente para que Berto expropie a Caracol y a RCN y lance, a cambio, el canal Uno y el canal A, y firme un decretazo para que la selección Colombia juegue con uniforme color salmón.

Qué ganas de viajar, así sea en el tiempo, a manera de escape. Pero sin Laurita, colapsarán los pasaportes. A menos de que los expida Thomas Leyva and Sons.

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