Daniel Samper Ospina
25 Mayo 2025 03:05 am

Daniel Samper Ospina

INSTRUCCIONES PARA LA HUELGA

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Pedí asesoría a mi esposa para sumarme a la huelga que está promoviendo el gobierno nacional después de leer el instructivo publicado por la cuenta oficial de la presidencia. En el trino se leía:

1.    No se atacarán bienes de la clase media.
2.    No se rompe un solo vidrio.
3.    No se atacan miembros de la fuerza pública. Y la fuerza pública no levanta armas contra el pueblo.
4.    No se bloquean las necesidades mínimas de la gente.
5.    Protegeremos la alimentación y la salud de las personas.

Escuchar la manera como Berto, bajo el influjo arrebatado de su vibrato encendido, increpaba a la pútrida clase política de la costa con la invaluable ayuda de Armandito Benedetti hizo que se me erizara la piel, esa es la verdad, que se me subieran los ánimos; pero tan pronto como publicaron las instrucciones quedé confundido. 

No se me entienda mal. Celebré la idea de organizar la huelga de forma ordenada, bajo convocatoria oficial, e incluso añadí algunos numerales a modo de propuesta, para ganar petripuntos y acceder a futuros contratos en RTVC o —por qué no soñar en grande— viajar de forma gratuita por AirBodegas o Bodegas Airlines: la aerolínea inaugurada por el Gobierno esta semana en la que, en un avión de la policía, las bodegas viajan en los asientos. Bodegas que de todos modos son unas maletas.

De mi puño y letra, entonces, agregué en el listado nuevos puntos para congraciarme con el movimiento del cambio:

6.    No se destruirán licoreras.
7.    No se destruirán clínicas estéticas.
8.    No se atacará a la población mayor, a menos de que se trate de Álvaro Leyva.
9.    No se saqueará ningún Fruver.

Imprimí, pues, el instructivo, y precavido, como soy, fui a donde mi mujer, porque de todos modos me surgían algunas dudas y ella es la adulta de la relación, la que resuelve las preguntas.

Le extendí, pues, el papel, pero, ajena del todo a mis preocupaciones, como sucede cada vez con mayor frecuencia, se sumía en el celular sin prestarme atención alguna. En eso consiste cumplir 50 años: en ser irrelevante para la esposa; en hacer huelgas que a nadie importan.  Ya se volvió costumbre en esta casa que me dejen hablando solo. 

—Acá dice —le señalé el trino impreso en el papel— que se deben respetar los bienes de la clase media: ¿eso significa que puedo tirar una papa bomba contra el conjunto Santa Ana de Chía, por ejemplo? ¿O ese conjunto es de clase media? 

No lo decía en vano: por varios minutos tuve la ensoñación de que mi piquete de protesta avanzaba por la variante de Chía —íbamos encapuchados, con las latas de unas canecas de lata a modo de escudo— y nos plantábamos frente a la mansión del presidente para lanzar unos cocteles molotov con la esperanza de que, al tratarse de cocteles, el presidente los recibiría con agrado. Pero el sueño se quebraba de forma abrupta cuando, en el momento mismo de cometer el acto revolucionario, con la mecha de la botella ya en llamas, el administrador del conjunto aparecía con los recibos de los servicios para demostrarme que el condominio es de clase media. 

No era la única duda que me asaltaba. Tenía otras: si la orden es respetar los bienes de la clase media, ¿podemos vandalizar los de las clases bajas? Porque si nos acogemos a lo que dice la directriz en su primer numeral —y esto lo pensaba con la voz mental de un tinterillo—, podríamos destrozar lo mismo los bienes de Marelbys como de Laurita Sarabia.

—No sé si puedas ponerme atención un minuto —le pedí de nuevo a mi mujer. Y en vano, nuevamente, porque no despegaba los ojos de la pantalla como si se hubiera sumado a una huelga, pero contra mí. 

Mi experiencia en revoluciones se reducía a aquella noche en la que se metieron al conjunto de al lado y tomé el palo de escoba para montar guardia con los vecinos: con el señor Parra, el ingeniero de la casa de enfrente, y doña Glorita, la señora de al lado, que cocina el mejor pastel de manzana del mundo y aquella vez —lo recuerdo bien— salió en marrones y mascarilla y armada de un molinillo.

No pensaba rendirme en mi segundo episodio callejero porque las vigorosas palabras del presidente me habían tocado el alma. ¡Qué verbo! ¡Cuánta razón en cada grito, en especial cuando se fue lanza en ristre contra la compra de votos, mientras Armandito aplaudía en representación del Clan de los Torres!

Por si fuera poco, en las redes habían circulado videos con los estimulantes platos de lechona que repartían a los asistentes, incluyendo —ya que hablamos de Armandito— al autodenominado perro más flaco, y a mí me encanta la lechona.

—¡Deja que el pueblo se exprese! —le grité entonces a mi esposa, fundido de su indiferencia—. ¡Odian al marido porque no es el rico Epulón que las saca de paseo! —completé, mientras le agarraba el celular.

—¿Se puede saber qué necesitas? —reaccionó molesta.

Le extendí entonces el papel con las instrucciones de la huelga:

—Es que tengo dudas en algunos puntos —le dije recuperando la calma—: en el uno: ¿puedo vandalizar bienes de clases bajas?; en el cuarto: ¿qué se entiende por necesidad mínima? ¿Someterse a un lifting?; en el cinco: ¿la alimentación a la que hacen referencia es la lechona que regalan en los eventos?

Leyó el papel con algo de atención; acto seguido, lo arrugó y lo botó a la caneca, y se sumergió de nuevo en el celular.

—Ponte a trabajar —me ordenó sin levantar la mirada.

Promover una huelga desde el Gobierno, y no en contra de él, resulta una salida bastante exótica, nadie dice que no. Pero lo del martes fue un formalismo: el Gobierno lleva en actitud de brazos caídos desde 2022. Y organizar el paro de forma ordenada y con las pautas respectivas es digno de aplauso: acaso el mismo cese general que promueve sea la mayor obra que deje Berto, su legado más importante. Al menos para la clase media.

Pero sin la claridad necesaria, prefiero abstenerme, esa es la verdad.  Descartada la huelga, entonces, me pasé a la casa de doña Glorita para hacerle visita. A lo mejor me ofrecía un pastel de manzana. No es un plato de lechona. Pero algo es algo.

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