
El año pasado renuncié a mi trabajo en una organización social que cree que disminuir las brechas sociales en Colombia y América Latina sigue siendo posible. Lo hice por una decisión que hoy en día puede resultar entre irónica y absurda: estudiar una maestría en manejo de conflictos y paz en el Medio Oriente. Sin conocer nada de esa región, llegué a Haifa, una ciudad en el norte de Israel que se caracteriza por ser un ejemplo de coexistencia y sociedad compartida. Lejos de ser experta en el conflicto palestino-israelí, en medio de una guerra inesperada, busco resaltar algunos de mis aprendizajes y frustraciones de las últimas semanas.
La sociedad israelí, incluidos sus conflictos, tiene muchísimas aristas. Explicar su magnitud en esta columna es un desafío que no pretendo alcanzar. Es curioso, sin embargo, ver cómo de la noche a la mañana en Colombia resultamos teniendo decenas de expertos en el conflicto palestino-israelí. He leído opiniones sin fundamento y sin contexto, y comentarios que producen dolor y odio. Tengo el privilegio de ser amiga de personas que simpatizan con “un lado” o “el otro”, porque a ese pertenecen. Personas cuya lengua materna es hebreo o árabe y comparten el mismo pasaporte y, sí, conviven y mantienen una relación cercana.
En una cultura como la israelí es imprescindible entender la identidad de quien se tiene enfrente para comprender su contexto en esta sociedad particular. Hay israelíes de ascendencia judía, israelíes de ascendencia árabe (algunos musulmanes, otros cristianos o drusos), “nuevos israelíes” (extranjeros que adquieren la nacionalidad israelí por sus raíces judías), árabes no israelíes pero que viven en lo que unos consideran Palestina y otros Israel. Los hay ultrarreligiosos, otros religiosos moderados, unos más entienden la religión como una cultura y otros están lejos de creer en un Dios.
Yo —colombiana, católica y estudiante— intentaba entender algo de esa sociedad cuando me estalló la guerra en la cara.
La adaptación humana lleva a normalizar realidades con el fin de sobrellevar dolores. Por ser colombiana veo como cotidianas la inseguridad en las calles, la corrupción en entidades públicas y privadas, los asesinatos, los robos... Durante el tiempo que viví en Israel, normalicé otro tipo de circunstancias: identificar las zonas seguras o búnkeres por si era necesario utilizarlos, ver cómo los locales reaccionaban ante ataques de los países vecinos, vivir bajo amenazas bélicas...
En los primeros meses del año hubo mucha tensión entre el Líbano e Israel, algo nada revelador, y estar expuestos a impactos de misiles se volvió una posibilidad real. Durante esos días tuve que ir a Tel Aviv, la capital. Pedí un café en el exterior de un local, me senté, saqué mi computador y, obedeciendo a un temor ya innato en los colombianos, pregunté al mesero si era seguro trabajar allí. Recuerdo su cara de confusión. “No te preocupes: acá no te roban, solo caen misiles”, contestó. Ambos reímos.
Mi vivencia no se compara en absoluto con la de personas que han perdido a sus seres queridos en asesinatos a sangre fría, que están secuestradas o que padecen la interminable tensión de saber si ellos y sus familias estarán vivos en las horas siguientes. Pero soy testigo de cómo la confusión y la angustia entran a jugar todas sus fichas en un abrir y cerrar de ojos. Tengo amigas que padecen la guerra desde “los dos lados": por ser árabes y vivir en Israel, por ejemplo. Amigas que no saben cómo actuar. “¿Cómo debería rezar?”, me preguntó una. “Nunca lo he hecho”. Su esposo fue llamado al ejército israelí y ella quedó con sus dos hijos pequeños en su casa. Amigas con seres queridos en Gaza, con quienes no se pueden comunicar. Amigas que llevan días sin dormir por la ansiedad de pensar si se levantarán vivas al otro día o no. Estudiantes de mi universidad secuestrados en el festival de música masacrado por Hamás.
Logré salir en medio del caos y dolor gracias a un tiquete aéreo que conseguí en el aeropuerto. Me rodeaban cientos de personas: turistas, religiosos, familias que huían, periodistas...
Pienso en el famoso dibujo que se ha convertido en un símbolo de resistencia y memoria Palestina pintado en 1969. La representación de un niño palestino de 10 años que solo muestra su cuerpo de espalda, descalzo y sus manos entrelazadas. Su autor, Naji al-Ali, le puso como nombre Handala y es su propia representación como refugiado cuando tuvo que dejar su tierra de niño. Durante su lucha por preservar la memoria de sus raíces, afirmó que el niño mostrará su cara y volverá a crecer cuando sea libre de volver a su tierra. Lo difícil es que él y su familia nunca pudieron hacerlo.
El conflicto palestino-israelí es muy complejo y con muchísimas variables que trascienden al resto del mundo. La identidad que cada individuo guarda es el reflejo de años de historia que hoy se desborda con una guerra que cada día duele más pero que el mundo ya tiende a normalizar. No dimensionamos el impacto psicológico y emocional que todo esto representa.
Bisan, una joven de Gaza que hoy busca reportar su vivencia a diario en redes sociales siempre empieza de la siguiente manera: “Hola, seguimos vivos”. No la conozco, pero la sigo con la esperanza de que ella, como el resto de personas del territorio y sin importar de qué lado de la frontera, sigan vivas.
* Psicóloga. Máster en Manejo de Conflictos y Paz
Universidad de Haifa, Israel
