
Aseguraron, tanto el presidente Gustavo Petro como el nuevo ministro de Justicia, Eduardo Montealegre, que el decretazo vale y amenazaron con que si no lo permiten impulsarán una asamblea nacional constituyente.
Sobre ese último asunto, recordó el presidente Petro en X la manera en que se gestó jurídicamente la posibilidad de celebrar una asamblea nacional constituyente en 1991 y preguntó: “¿Por qué el decreto de Gaviria era bueno y el mío es malo y dictatorial?”.
Creo que la pregunta del presidente es válida y es importante recordar la manera en que en 1991 se escuchó al pueblo, al constituyente primario.
Como se ha escrito y descrito en todas partes, la década de los ochenta fue un periodo de enorme descontento, violencia y ruptura institucional. Nos regía una Constitución caduca, que propiciaba la represión, la censura y la injusticia. Por eso el grito desde la sociedad civil era unánime por instalar un nuevo orden que permitiera por lo menos esperanzarse con un nuevo país.
El movimiento estudiantil de la Séptima Papeleta supo recoger voces jóvenes y alejadas de los intereses políticos partidistas para impulsar el cambio. Algunos medios de comunicación apoyaron la inclusión de un aviso que la gente podía recortar y sumar en las urnas en las elecciones regionales del 11 de marzo de 1990.

Aunque no es claro cuántas papeletas se reunieron, eran suficientes para convencer al establecimiento de que la gente quería una nueva Constitución. Y no fueron uno sino dos los decretos que abrieron ese camino, expedidos por dos presidentes diferentes.
Virgilio Barco decretó el estado de sitio para organizar un plebiscito constitucional en las elecciones presidenciales del 27 de mayo. Y ese decreto fue refrendado por la Corte Suprema de Justicia. Fueron 5.236.863 colombianos quienes votaron a favor de una constituyente y 230.080 en contra.
Una vez presidente, Cesar Gaviria decretó la instauración y convocatoria de la asamblea y la elección de sus miembros el 9 de diciembre de 1990, no sin antes contar con el aval de la Corte Suprema de Justicia, que abolió el temario que restringía las materias a tratar para que la asamblea pudiera hacer toda una nueva carta política. Sin limitaciones.
Por eso, señor presidente, es que su decreto es “malo y dictatorial”. No se trata solamente de las formas jurídicas que sostienen el acto sino del contexto que lo habilita. El de Gaviria no era una movida política personalista ni de un partido, era casi inevitable. Fue el resultado de los estudiantes que se tomaron las calles, de la gente que recortó el aviso en el periódico y lo llevó a las urnas, de los millones de votos por el sí, del clamor de los gremios, de todos los partidos políticos, de las ramas del poder público, de los grupos armados al margen de la ley como el M-19 y de las sentencias que avalaron los decretos de dos presidentes que escucharon al país.
Explicó Humberto de la Calle que esa fue la Constitución del consenso, pero más que consenso fue la respuesta al clamor inequívoco de los sectores más improbables de la sociedad. Por eso es que la Corte Suprema de Justicia avaló ese acto extraconstitucional y permitió que las formas de la Carta de 1886 se rindieran ante la teoría y voz del constituyente primario.
Dijo la Sala Plena de la Corte de aquel país que caminaba por el abismo: “Si bien el derecho a darse una Constitución jurídica surge inicialmente con la función primordial de limitar el ejercicio del poder, también es cierto que hoy se le agrega la de integrar los diversos grupos sociales, la de conciliar intereses opuestos, en la búsqueda de lo que se ha denominado el consenso constitucional, por lo que el acuerdo sobre el contenido de la Constitución se conviene en una premisa fundamental para el restablecimiento del orden público, la consecución de la armonía social, la convivencia ciudadana y la paz”.
No cuenta usted, presidente, con una octava papeleta en el bolsillo: ni sus reformas legislativas son la panacea que lleva años prometiendo, ni las manifestaciones grandes o chicas que usted organiza y convoca son la expresión del pueblo, ni los túneles discursivos mesiánicos en los que se encerró representan políticas públicas que la sociedad demanda, ni el supuesto treinta por ciento del electorado que lo apoya equivale a un sentir social generalizado, ni una nueva Constitución garantizará relaciones laborales justas en Colombia y, ante todo, usted es el presidente de la discordia, del estallido y de la disputa. Todo menos del consenso.
Eso que usted llama el “decreto de Gaviria” fue el resultado de la sociedad y la institucionalidad enteras caminando en la misma dirección. Este decreto y aquellos con los que nos amenaza son su capricho distractor. Y aunque el repudiable atentado contra Miguel Uribe confunda y nos haga sentir en 1989, hoy, una Constitución después, ni hay acuerdo, ni formas, ni ministros letrados que le sirvan para disfrazar su deriva autoritaria.
