
—Mira lo que me salió en Tik Tok: esta pobre señora tirada en el piso a la que nadie ayuda —me dijo, con voz de angustia, mi hija mayor, mientras me acercaba su teléfono celular.
Tuve que restregarme los ojos, acercar el aparato y observar dos veces el video.
—Esa señora —le aclaré— es la candidata a la presidencia, Claudia López.
—¿Y por qué patalea en el piso?
—No patalea: está bailando. Está en el carnaval de Barranquilla.
—¿Y por qué está vestida con un costal?
—Seguramente se lo asignaron en su comparsa. O está en piyama… O se la intentó llevar un señor por no tomarse la sopa.
—¿Entonces no nos debemos preocupar?
—Al revés: debemos preocuparnos. Es una candidata opcionada.
—Pero me refiero a si está convulsionando, o algo por el estilo…
–No: está incorporando un paso de break dance a un bullerengue, porque es una política muy versátil: siempre lo ha sido…
—Qué susto —me dijo—. ¡Pensé que le había pasado algo o que se había vuelto loca!
Se me vino a la cabeza la imagen de una Claudia López enajenada, que persigue a las personas con un palo, envuelta en su rasposa ruana de fique, pero mantuve la compostura para que la niña no se asustara.
Niña es un decir. Estamos hablando, en realidad, de mi hija mayor, que ejercerá por primera vez su derecho al voto en 2026. En la medida en que el momento se aproxima, su curiosidad por informarse en la materia crece como la inflación y por eso lleva semanas tratando de conocer a los políticos que aspiran. Y no me refiero necesariamente a Armandito Benedetti, sino a los candidatos que en cuestión de meses se encerrarán con ella en un cubículo, impresos en un tarjetón.
En la noche me asaltó de nuevo, esta vez con un video en el que Gustavo Bolívar gritaba a los cuatros vientos uno de sus mayores anuncios sociales: “acabamos de regalar trescientos ovejos para que familias necesitadas les puedan sacar leche”, decía, jubiloso.
—¿Los ovejos se pueden ordeñar? —me preguntó impresionada.
—De golpe el candidato descubrió una técnica con sus propias manos.
—¿Pero este es el mismo señor que le dijo a Petro que lo amaba?
—El mismo.
—Sí: me ha salido en varios memes. Pobrecito, parecía no ser muy correspondido.
Ahí tenía, pues, mi primivotante de cabecera otra alternativa atractiva. El candidato Bolívar mostraba como logro de su gestión en el DNP el ordeño de ovejos. Acaso procuraba meter al campesinado en asuntos de genética ovina.
Dos días después apareció abatida en el desayuno. En el celular compartió conmigo un video en el que Vicky Dávila cantaba la canción de Café: “¡Gaviota que ve a lo lejos vuela muy alto!”, entonaba entre un cafetal, en el que acaso era el lanzamiento de su política cafetera.
—¿Esta señora es la que me decías que también se lanzó? —comentó la niña, preocupada.
—De golpe estás viendo Yo me llamo: “yo me llamo Gaviota (y me voy a aliar con Paloma)” —le respondí.
—¿Pero es normal que todos los candidatos sean así?
—¿Así cómo?
—¿Pues que se graben cantando o bailando, o diciendo que ordeñan ovejos?
Por un instante sentí vergüenza y quise excusarlos frente a esta pobre e ingenua adolescente que imaginaba su encuentro con la democracia de otra manera: suponía que votar consistía en elegir las propuestas más inteligentes de candidatos semejantes a próceres vivos y respetables. A cambio de eso, se topaba de frente con los cantos de Gaviota, la leche de los ovejos y los bailes de Claudia López. Que parecía una cabra.
Pensé que era sano para la niña aclimatarse a la realidad de una vez, saber lo que le espera, y por eso, a la mañana siguiente, fui yo quien se anticipó con un nuevo material: extendí ante sus ojos un retrato publicado por el parsimonioso Sergio Fajardo en el que aparecía abrazado con el exdirector técnico de Millonarios.
—Por este sí votaría a la presidencia —le dije—, el profe de los crespos, el hombre que ha estado dos veces a nada de tenerlo todo: ¡Gamero!
La pobre quedó más confundida aún que el ministro de Educación cuando el presidente Berto le recomendó que leyera al autor chino Yun Chun Chan.
La primera vez que voté fue en 1994, lo recuerdo bien, y lo hice por mi tío Ernesto, cuyo eslogan de campaña estaba inspirado en sus años de adolescente retraído: Ernesto Samper Pizano, soluciones a la mano. En aquel entonces, aún no sabía que todos los candidatos, incluso los de mejor familia, son dados a echar paja. De haberlo comprendido, quizás mi primer voto habría sido por otra candidata: Regina Betancur de Liska, directora de un movimiento metafísico que de todos modos era más serio que el movimiento de los demás candidatos: incluso que el movimiento de Claudia López cuando se contorsiona en Barranquilla.
Se lo dije a mi hija para darle ánimos, antes de que se pusiera como Susana Muhamad en un consejo de ministros y comenzara a hacer pucheros.
—No te preocupes que todavía te faltan candidatos por descubrir —la animé—: ya verás las propuestas de Miguel Polo Polo, o de María José Pizarro, una congresista que solo se rapa la mitad de la cabeza.
—¿Y por qué solo la mitad? ¿No le alcanza la plata?
—De golpe es para demostrar que no es extremista. O que es indecisa.
No le dije nada de Barbosita, que esta semana abandonó el recinto en el que el presidente Berto iba a ofrecer un discurso: se fue con Iván Duque a buscar un karaoke o acaso a buscar el baño para instalarle una placa inaugural.
Y no se lo dije porque mi pobre hija me parte el corazón. Ojalá encuentre un candidato digno de su voto en los debates de 2026: ella y todos. En caso de que haya debates y no duelos de Tik Tok. Y en caso de que en ese año haya elecciones. Y en caso de que para entonces haya país.
De lo contrario, nos habrá llevado el señor del costal.
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