Daniel Samper Ospina
16 Abril 2023

Daniel Samper Ospina

LA TELEVISIÓN CON QUE CRECÍ

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Tenían los ojos abiertos como platos mientras la pantalla las sacaba de esta dimensión:

—¿Qué miran? –las saludé.
 
Pero ninguna me dirigía la palabra.

Me interpuse entre la televisión y ellas y de nuevo les llamé la atención:

—¿Me pueden decir qué miran? —pregunté de nuevo. 

Solo mi hija menor se dignó a contestarme:

—La carne de burro no es transparente —dijo.
—Quítate, que esa es la mejor parte —ordenó la mayor.

Porque los hijos de ahora no respetan, mucho menos cuando observan sus series preferidas: para este caso, lo supe después, una trama que se llama The Thundermans, la inverosímil historia de unos gemelos superhéroes que se meten en diversas aventuras. Y que no se llaman Nicolás y el Otro Nicolás. Por si acaso.

Desde que soy padre de familia mido el cariño que siento por mis hijas de acuerdo con la paciencia con que soporto los programas de televisión que me toca observar con ellas. Aún no comprendo cómo sobreviví a los Backyardigans, una serie en que aparecía una muñequita que tenía nombre de cantante de reguetón: Yunicua. Y siempre imaginé que, en la medida en que mis hijas fueran creciendo, compartiríamos en familia series y películas que ya estuvieran en edad de comprender. El acorazado de Potemkin, por ejemplo. O El paseo 7.  

Pero nada de eso ha sucedido y mis hijas ahora pierden el conocimiento por culpa de series insulsas de gemelos superhéroes, y, rebosado de impaciencia, por eso, aquella vez decidí llamarlas al orden para hacerlas reflexionar: de modo que tan pronto como terminaron la maratón de los tales Thundermans, convoqué una reunión familiar y fui claro en mis palabras.

—Niñas —les advertí—: las series que ustedes miran no conducen a nada bueno. Televisión buena con la que yo crecí: El precio es correcto, por ejemplo; Baila de rumba. Pero esto que ustedes ven es un insulto a la inteligencia.

Acto seguido recordé en voz alta aquel programa fantástico en que unas amas de casa y unos oficinistas sin ritmo bailaban merengue mientras ponían carteles de precios aproximados a licuadoras y ollas a presión. Si no bailaban, perdían: eran las reglas. Lo presentaba Gloria Valencia de Castaño, por quien lancé un suspiro, antes de desgranarme del todo en una hemorragia de memorias que balbucí emocionado, mientras enlazaba un recuerdo con otro: les hablé de El tiempo es oro, su pueblo gana, una versión criolla del Telematch de la Deutsche Welle: no sucedía en Dusseldorf, sino en el supercamping Las Palmeras, en Duitama, y lo presentaba el Culebro Casanova. O Telectrónico, el primer programa tecnológico del que fuimos testigos en mi generación: uno debía llamar por teléfono y gritar “¡Pao!” a un operador que debía ser el Pana Meléndez para que él, ante la orden, oprimiera el control del Telebolito.

Lo expliqué con esas palabras elementales pero no parecían comprender nada.

—¿Telebolito? —se extrañó la menor.
—Era la inteligencia artificial de mi época —le expliqué.
—¿Y no había animaciones de 3D? —preguntó la mayor.
—Pues estaba Mamola —le dije—: la lora animada que revoloteaba en torno a Pacheco.

Y recordé a Mamola, claro que sí, desarrollada con tecnología de punta en algún estudio de Chocontá, y a su interlocutor de siempre, Fernando González-Pacheco: el más grande de los grandes, el hombre feo más hermoso del mundo, telón de fondo de la infancia de tantas generaciones que crecimos mirando sus programas concurso: Compre la orquesta, Los tres a las seis, y, sobre todo, Animalandia: aquel célebre concurso en que los participantes debían subir por un palo embadurnado de grasa para atrapar los zapatos Siman Plast que pendían arriba, como premios, mientras Pacheco gritaba “¡sube, sube, Kilométrico!”.

—Ay —suspiré—, podría recitar la programación de los sábados por la mañana como si tuviera en mis manos la revista Elenco: a las seis, Educadores de hombres nuevos; a las seis y media, Tierra de gigantes; a las siete, Los Superamigos, con Supermán, su alterego del mal, Bizarro; Acuamán y la Mujer Maravilla.

—¿La Mujer Maravilla? —se despertó mi hija menor ante la mención—. ¿Como la de los Avengers?

Reconozco que asentí sin entenderle y que su intervención me sirvió para tomar impulso y comentar pormenores de los Superamigos: aquellos inquilinos del Salón de la Justicia en cuyo hangar la Mujer Maravilla parqueaba su avión trasparente: un aparato a todas luces absurdo si la idea era pasar desapercibida. Imagino a los villanos:

—Apuren: llegó la Mujer Maravilla. 
—¿Cómo sabes?
—Miren allá, en esas nubes: es la mujer que se ve sentada sobre el aire.

Evocar a la Mujer Maravilla me permitió traer a colación a los Gemelos Fantásticos, mis superhéroes preferidos, y recordé en voz alta las minucias de aquellos superhermanos adolescentes que, al igual que mis hijas —o que algunos congresistas en plenaria— amanecían con el mico al hombro.

—Podían convertirse en cualquier cosa, como los del Partido de la U —les expliqué—: les bastaba chocar los puños y, ¡zas!, se transformaban en un halcón y una cubeta de hielo. 
—¿Y para qué quisiera uno convertirse en una cubeta de hielo pudiendo ser cualquier otra cosa? —dijo la menor.
—Sí, en una bomba, por ejemplo —anotó la mayor.
—O en una canción de Maluma —dijo la menor.
—Pues para vencer a los malos —reconocí—: el halcón agarraba la cubeta de hielo y la desocupaba sobre el malo: era el arma favorita de los Gemelos Fantásticos…

En sus caras pude notar la sorpresa:

—¿Se llamaban así? —preguntó la menor.
—Sí: los Gemelos Fantásticos —dije con la misma voz que usaban ellos—: ¡actívense!
—¿Lo que nos estás diciendo es que eran gemelos?   —me preguntó la mayor.
—Gemelos idénticos y se vestían idéntico: con una sudadera color lila —aclaré.
—¿Y superhéroes? —se metió la menor.

Asentí.

—¿Como los Thundermans? 

Quedé como si me hubieran lanzado una cubeta de hielo. Y comprendí una vez más que me acababa de convertir en un viejo decrépito que atiza la nostalgia para dar lora a sus hijas: una lora poco animada. A diferencia de Mamola. 

Acto seguido, yo mismo puse un capítulo de The Thundermans, y lo observamos en silencio. Y en familia. 


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