Sara Malagón Llano es una escritora y editora colombiana recién graduada de la maestría en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York (NYU, por sus siglas en inglés). Durante la ceremonia de grado, leyó estas palabras: una historia de dolor personal y su conexión con lo que ocurre ahora en Gaza. Lo hizo desde el epicentro de las protestas estudiantiles en Estados Unidos.
Para cerrar este ritual de paso tan importante para nosotros, no voy a leer un pedazo de mi novela ni una selección de poemas. No voy a exponer el resultado ficcional de este valioso entrenamiento, ni las habilidades narrativas que esta tarde mis compañeros ya demostraron tener. Hoy quiero exponerme de otra manera.
Imagínense aquí. Son las tres y siete de la mañana del 15 de abril de 2024 y Ema Correa Malagón está naciendo en Bogotá, Colombia. Cuarenta semanas y dos días de embarazo, una semana de contracciones, tres días de trabajo de parto. Parto natural. 3,2 kilogramos, 52 centímetros. Una segunda hija. Una niña. La hermana menor de Agustín.
Su madre lo ha hecho todo bien. Y así nace Ema: sana, larga, con los ojos abiertos. Nace de dos padres que se aman, en una familia unida que también se ama y que, no más por eso, puede decirse, ha tenido mucha suerte.
Ema nace con un poco de agua en los pulmones, una condición común llamada taquipnea transitoria del recién nacido.
El 24 de abril, como si la conociera de siempre, su madre la nota “rara”, pálida, somnolienta. La terapeuta llega en la tarde a la casa y asegura que no tiene nada. La madre sigue sospechando que algo no va.
La llevan al hospital. Frecuencia cardiaca, normal. Temperatura corporal, normal. Presión arterial, normal. Frecuencia respiratoria, anormal. A Ema le cuesta respirar. Los pulmones se le han hinchado y se le han llenado de una telaraña tupida de flema.
Ema es hospitalizada. Vuelve a la incubadora de la que partió.
El diagnóstico llega pronto: virus respiratorio sincitial. Su salud empeora en cuestión de días. Parece arrojarse en picada hacia un abismo cuyo fondo su familia no quiere tocar.
Cuatro días después, Ema ya no puede respirar por sí misma. Mi hermana sueña que su bebita le pide que la duerma. Le dice que está cansada y que ya no puede más sola. Esa madrugada en que mi hermana sueña, las médicas deciden entubar a Ema. Le inyectan morfina. Luego le inyectarían metadona para evitarle un síndrome de abstinencia. Ema tiene quince días de vida.
Esa mañana hablo con mi hermana y la siento entregarse dolorosamente al abismo ciego mientras me relata el sueño y me dice que a ellas dos les queda todavía mucho por vivir, como si no fuera eso lo que tiene que ser. Sus palabras me quiebran. Y yo estoy lejos, lejísimos de ellas.
Mi cuerpo me pide estar allá, pero viajar es difícil. Mi estatus migratorio está por vencer. He estado pensando y escribiendo una novela sobre lo que significa migrar de sur a norte, que aún no he terminado. La necesaria distancia para eso se hace cruda y más real.
El asedio de la muerte era una sensación hasta ahora desconocida. El vértigo de la impotencia es otra sensación desconocida. No poder pensar en ninguna otra cosa es una sensación conocida, pero jamás con esta intensidad. La información llega a cuentagotas. No me desconecto de WhatsApp. Las palabras allí escritas se desdoblan, no casan con lo que veo, y cuantas más llegan, más empeora la pena. Ninguna alivia la culpa. Yo, en esta ciudad con la que tantos sueñan, y al sur mi hermana sueña que su bebita pronuncia palabras que no tiene pidiendo auxilio. Una familia entera se agarra a la ilusión de la vida como puede.
Cala, con todo su peso, la palabra “vida”. El valor de una sola cortísima y fragilísima vida. Al otro lado del globo, han acabado con la vida de más de catorce mil niños violenta e impunemente. Al otro lado de la puerta de los salones de clase, quienes protestan por eso, son amenazados y algunos de ellos, arrestados dentro y alrededor de su universidad. Protestan porque no maten gente, porque no maten niños y bebés como Ema, porque no caigan bombas en hospitales como aquel en el que está Ema, que acogen bebés quizás con el mismo virus de Ema y cosas mucho peores. También allá los médicos intentan salvar sus vidas, pero las bombas que este país financia, que esta universidad financia, acaban con todas ellas de golpe. Un golpe de fuego, un impacto seco.
Ema es igual a esos catorce mil niños. Ema por catorce mil. Pero a diferencia de ellos, Ema está expulsando el virus sin que la maten antes de lograrlo. “¿Alguien quiere pensar en los niños?”. Esta es una frase manida que en mi país ha sido usada múltiples veces por la derecha para justificar sus políticas reaccionarias, como la prohibición de las drogas, que es un problema de plata. El genocidio también es, en gran medida, un problema de plata. Y de eso también va mi novela, porque estamos en el epicentro de la plata; la plata injusta, mal invertida, la más sucia que entra y sale manchada y así mismo se concentra. La novela también habla del hambre y de la avidez en esta ciudad. Pero toda comparación con el hambre al otro lado resulta precaria. Se diluyen los paralelismos. No hay palabras y, cuando digo esa frase también manida, cada una de ellas significa lo que significa, y juntas pesan mucho.
Nosotros estuvimos aquí dos años trabajando con palabras, restituyéndoles su peso, buscando su precisión y su belleza, encontrando maneras de asomar lo que no se puede decir. En cuatro minutos o un poco más, y por esto me disculpo, no alcanzo a evocar los distintos niveles y dimensiones de la angustia nombrados en este texto. Otra vez, ninguna palabra los contiene.
Al mismo tiempo, las palabras están siendo usadas ahora mismo para anunciar la muerte, para advertir sobre las bombas que van a caer, como si decirlo antes justificara el acto de arrojarlas. Y es en eso en lo que quiero detenerme. En el misterioso e inasible paso de las palabras a las cosas, a los hechos, a la vida y a la muerte. Ese impulso, esa especie de transfiguración siempre malograda, que caprichosamente podría no darse en absoluto, se ha mostrado con mayor vigor en estas últimas semanas. Aun en nuestra inutilidad e impotencia, algo ha salido del pensamiento para alcanzar concreción. El cuerpo antes que el verbo. El cuerpo que cuida, que abraza, que protesta, que se expone, que me acoge.
Nuestros cuerpos han hecho lo poco que pueden. Seguimos usando palabras al desplazarlos a espacios precisos para juntarlos con otros. Varios hemos puesto en riesgo lo poco que nos ancla acá, y eso es distinto a solo pensar, a solo escribir. No quiero quitarle gravedad a lo que hacemos. Sí quiero enfatizar en que hay mucho más que eso.
En medio del ruido, una comunidad de gente que ha estado resistiendo también me sostuvo y me sostiene. Muchas de las personas que forman parte de esa comunidad están aquí, hoy. Varias de ellas han leído y se están graduando conmigo hoy. Otras están sentadas, escuchándonos. Las más importantes para mí no pudieron estar aquí. Se quedaron cuidando una sola y amada vida.
Nosotros, los que hemos sido escuchados, estuvimos cuerpo a cuerpo por dos años, compartiendo intensamente, y solo ahora, al final, cala en mí, también por su propio peso, la importancia que eso tuvo. Por supuesto, quedan las palabras sensibles. Los maravillosos proyectos escritos. Quedan los intentos simbólicos por capturar lo vivido y lo imaginado; el sentido y el sinsentido, este último, más agudo que nunca. Pero, sobre todo, queda el haber dado de nosotros lo suficiente; el haber aprendido de nosotros lo suficiente. En dos semanas eso se condensó y se hizo diáfana nuestra capacidad no solo de pensar en lo humano, sino de ser humanos. La comunidad escritural y lectora que aquí se forma es muy valiosa, pero la comunidad humana es hoy lo que más me importa. Y yo me despido y me quedo con eso.
Gracias.