
El martes 25 de marzo Greiber Eduardo Berrío, de 19 años, fue atacado por un grupo de perros, lo que ocasionó la amputación de los dos brazos además de lesiones irreversibles en la cara y la pérdida de ambas orejas. En el momento de redactar esta columna se encuentra en una unidad de cuidados intensivos con "pronóstico reservado".
La del hombre y el perro es una relación milenaria y, como se ve, no siempre amistosa. Con la domesticación de los canes, hace unos veinte mil años, empezó una historia de convivencia que hoy nos ha puesto en una grave deuda, un oneroso déficit según dos de los pocos indicadores del valor económico y social que no admiten discusión alguna: la salud pública y la biodiversidad.
Respecto al ataque de la manada en Bogotá, un primer informe de la Alcaldía asegura que el propietario de los perros los entregó voluntariamente a la Secretaría de Salud. Sin embargo, muchos testimonios niegan que sean esos perros los causantes del ataque a Greiber e, incluso, se dice que no tenían dueño.
Según El Espectador, el Instituto Distrital de Protección y Bienestar Animal de Bogotá (IDPYBA) se encuentra "analizando lo que pudo ocasionar la furia de los perros".
Podríamos seguir indefinidamente insistiendo en el camino reduccionista de estudiar cada caso y proceder de acuerdo con lo que determinen y puedan las autoridades.

Pero es como cuando se resuelve aumentar las condenas a violadores de niñas mientras nos desentendemos de las causas sociales que nos han sumido en una realidad feroz.
Es necesario comprender de dónde salen estos perros tan protegidos por unos, tan poco comprendidos por la mayoría y muy bien estudiados por científicos colombianos autorizados y competentes, como los biólogos Andrés García Londoño (Unal), director de la Fundación Bioethos, Ana María Prieto, Ana María Castaño, Juan Ricardo Gómez y otros miembros del grupo Biodiversos. Todos ellos llevan años advirtiendo sobre los peligros que presentan estas manadas para la salud pública y para los animales silvestres que habitan los ecosistemas, sin que las autoridades muestren coherencia en su vigilancia, control y planes de manejo.
La huella ambiental de las mascotas es inmensa desde varios puntos de vista. Pero una de las causas verdaderamente devastadoras es la mala tenencia. En Bogotá es muy alto el índice de familias e individuos que, sin indagar acerca de las condiciones necesarias para llevar a casa una mascota, deciden adquirir su "peludito" (a veces más de uno) y luego, cuando crecen y muestran ser difíciles de adiestrar o costosos de mantener, los ya no tan orgullosos propietarios eligen un destino (frecuentemente una finca o un barrio de bajo estrato) donde abandonar a su exmascota. Es frecuente, también, en zonas de microtráfico y delincuencia urbana, la costumbre de andar por el barrio con un mastín intimidante y organizar incluso peleas clandestinas de perros.
En los ambientes rurales los perros sin el control apropiado se alejan temporalmente de sus casas y en este ir y venir pueden unirse a otros que, a medida que dejan de depender de los seres humanos, terminan por integrar las manadas de perros ferales; es decir, aquellos que nacieron en libertad y que desarrollan pautas de comportamiento parecidas a las de sus ancestros salvajes: organización jerárquica, defensa del territorio, costumbres y rutas de desplazamiento, caza colaborativa y cuidado colectivo en la reproducción. La tasa de supervivencia de cachorros es muy baja. Esto significa que los individuos que sobreviven son una suerte de "superperros", inmunes a muchas infecciones, físicamente muy aptos y diestros en la caza y la supervivencia. De acuerdo con el concepto de García Londoño, la adopción y adaptación de un perro completamente feral a una familia humana es posible si se logra su captura e integración antes de un límite crítico de doce semanas de edad.
Desde la mascota de absoluta dependencia humana hasta el considerado feral hay toda una gama de perros (lo mismo sucede con los gatos, pero esa es harina de un costal incluso más tupido) que pueblan nuestros humedales, zonas periurbanas, áreas industriales abandonadas, vertederos, basureros y áreas protegidas vecinas a las ciudades. Es fundamental entender que no todos los perros callejeros son ferales y que se necesitan personas expertas para determinar su manejo, bien diferente dependiendo del caso.
Tanto por comportamiento como por higiene unos y otros se han convertido en una amenaza a la salud pública, además de diezmar las poblaciones de animales silvestres que, si se observa como debe ser, son nuestra mayor riqueza: son los que más deberían despertar la consideración de los grupos de animalistas y los que tienen el mayor derecho sobre el territorio que habitan desde mucho antes que nosotros, esta dudosísima especie superior: "Homo sapiens".
Pese a las advertencias, los organismos de control no parecen hacer pública y clara su posición en cuanto a las competencias. ¿Quién debe asumir la obligación de controlar y retirar de las calles y los ecosistemas estas manadas e individuos peligrosos?
La mayoría de los científicos contactados para esta nota opina que las prácticas de captura, esterilización y suelta son inadecuadas porque, aun llegando al margen estadísticamente óptimo del setenta por ciento de esterilizaciones, no alcanzan una curva significativa frente a una población que, incluso estéril, sigue ocasionando perjuicios a personas y ecosistemas. Una sola pareja de perros, en condiciones óptimas, podría dejar sesenta mil descendientes en seis años. Por otra parte, el equipamiento necesario para la captura de animales ferales significaría costos que están lejos de cualquier posibilidad en un país donde las políticas ambientales carecen vergonzosamente de recursos.
La iniciativa debe ser multisectorial. Debe incluir a los ministerios de Salud, Ambiente, Educación, a las autoridades ambientales, alcaldías, comunidades, educadores, veterinarios y urbanistas.
La pregunta central que queda hoy es la siguiente: ¿quién va a dar primer paso para iniciar ese camino hacia políticas públicas drásticas y eficaces? ¿A cuánto tiempo estamos de que la ciudadanía entienda el costo que pagamos por la mala tenencia de mascotas y el desconocimiento de las relaciones ecológicas de sistemas como un humedal o un páramo? Pocos ciudadanos comunes, políticos y funcionarios entienden la gravedad de no tomar una iniciativa despojada de egos y pasiones mientras siguen libres jaurías de nueve, siete o quince perros ferales o simplemente callejeros que mientras estamos en esta lectura y esta discusión se están comiendo los huevos de una tingua bogotana, los polluelos de un búho, un cervatillo coliblanco o una danta. Son los mismos que atacaron, a unos metros de su casa, a un muchacho de 19 años que hoy se debate entre la vida y la muerte en una sala de hospital.
