Víctor Mallarino
20 Abril 2025 03:04 am

Víctor Mallarino

MI PEOR ENTREVISTA

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La peor entrevista de mi vida empezó a las siete y media de la noche del domingo 24 de mayo de 1981, cuando entré resollando como un ciervo perseguido por lobos a los estudios Gravi de la calle diecinueve con tercera en Bogotá. 

Los productores nos habían comunicado horas antes que la primera emisión de la serie La tía Julia y el escribidor, adaptada para televisión por la mano magistral de Juan Carlos Gené, no sería el primer capítulo "como tal" (expresión colombianísima que me produce repelús biliar) sino una entrevista conducida por la primera dama de la televisión, Gloria Valencia de Castaño, a los actores protagónicos. Entre ellos estaba Gloria María Ureta, actriz peruana que hizo una sublime entrega de la boliviana Julia Urquidi, tía y primera esposa del futuro nobel Mario Vargas Llosa, último pilar de las décadas doradas de los escritores latinoamericanos. Yo encarnaba el papel del Vargas Llosa veinteañero.

Imagen columna Víctor Mallarino
Elenco de la telenovela colombiana La tía Julia y el escribidor (1981). Víctor Mallarino es el melenudo que ocupa el centro del sofá.

Ante mi pinta de gamín, la asistente del director David Stivel, Claudia Camacho, me rogó que la acompañara a la bodega de vestuario y, tras dejarme disfrazado de persona normal, me depositó en la puerta del estudio. Cuando entré, el legendario Henry Ávila, coordinador de piso, anunciaba que estaríamos en directo en veinte segundos. Yo saludé rápidamente tirando besos a distancia y haciendo arañitas con la mano y, cuando al fin ocupé mi sitio, juro que pude oír el sonido de mi par de ojos aterrizando sobre la figura irrepetible de Mario Vargas Llosa, que estaba en persona humana en una silla a cuarenta y dos centímetros de la mía alumbrando todo aquel espacio con esa sonrisa a la que tanto le gustaba meterse por los ojos de las mujeres, los objetivos de los fotógrafos y la memoria literaria, política y farandulera del mundo. 

Cuando, después de quedar petrificado como cuarzo de homeópata, recuperé una relativa consciencia, Gloria me estaba formulando la siguiente pregunta:

—Bueno, Víctor, por supuesto queremos saber muchas cosas sobre la construcción de este personaje, pero tú, como intérprete de "Marito" (en ese momento, la palma de su mano mirando al cielo, lo señalaba) tendrás muchas preguntas. ¿Por qué no aprovechas que estás frente a tu alter ego y le haces alguna consulta?

Después de las tres bolas de paja y un coro de grillos que cruzaron el estudio a las siete y ya cuarenta y algo minutos de ese domingo, mi lengua logró desenrollarse melcochudamente para lanzarle a Mario Vargas Llosa la pregunta más estúpida que ha salido de cerebro alguno, desde que un periodista le preguntó al papa Pio XII si dormía en pijama, y que tengo la fortuna de no recordar.  

Imagen columna Víctor Mallarino
El auténtico Mario en el centro; su alter ego Mallarino, a su derecha; a su izquierda la actriz peruana Gloria María Ureta (la tía Julia).

Para mi desgracia, R.T.I. Televisión, no contenta con haberme dado la gentil oportunidad quedar como un culo en vivo, repitió la tal entrevista esa noche, en medio del coctel de lanzamiento y con el arrastre del noticiero: sesenta y tres puntos de rating de los de antes (unos doce de ahora). Yo me metí, con táctica de avestruz, a un baño los veintitrés minutos que duró mi infiernito personal.

Esa noche, pese a haber quedado inicialmente como un imbécil ante el autor de esa memorable novela biográfica, logré hacer algunas migas con él durante el mentado coctel y me llevé a mi casa un ejemplar de La tía Julia y el escribidor con la firma del nobel bajo una dedicatoria que decía: "Para mi alter ego".

Yo no podría imaginar que un buen número de años después iba a enamorarme sin mayor remedio de una mujer que, entre tantos premios que me tenía guardados la vida, me regaló el de compartir una cena, asistir a algún "conversatorio" (otra palabra de mi repisa personal de repelús) o celebrar un cumpleaños con Mario Vargas Llosa. 
En algún encuentro de esos, supe algo que me dejaría dormir una hora más por las noches: este esfuerzo de ciento un episodios de treinta minutos le había gustado mucho a su autor original. 

Ahora que acaba de fallecer en Lima, pienso que se nos cayó la última columna viva de esa casualidad literaria absurda, modelada en la argamasa social latinoamericana del siglo XX, donde la voracidad feudalista y mesiánica de mandatarios, empresarios, terratenientes, militares, autoridades religiosas y demás encontraba una relación compleja, a veces tensa, con los protagonistas de las expresiones del intelecto y del arte. 

Vargas Llosa eligió el camino de entablar la crítica abierta contra la corrupción, el autoritarismo y el populismo sin encauzar en sus líneas narrativas heroísmos políticos ni sueños altivos de revolución y sin ocultar las amargas consecuencias del desengaño político. La crítica a la fe ciega y al dogma religioso llegan sin ataques propagandísticos, revisando la destrucción social que provocan las utopías, sin tomar partido y, sobre todo, sin mezclar el momento literario con el momento político. Cuando fue escritor fue artista y cuando escarbó en la política, se llevó su sabor agridulce y resolvió alejarse encontrando un equipaje de nuevos pensamientos para el regreso a la literatura. "La política me permitió comprender que la ficción es más poderosa cuando no se mezcla con el poder".

Pero todo esto no es más que un tablado de ideas sobre el que baila una robustez estructural narrativa que lo eleva a ese espacio irrepetible junto a las luminarias que dieron comienzo y vida a lo que llamaron con puntería editoriales y crítica europea el boom latinoamericano. Los autores de América Latina, herederos de las grandes plumas universales, hallaron una senda de estilo que atravesó la membrana de la atención del mundo en un momento en que apostar editorialmente a un autor de estas latitudes dejaba pocas garantías.

Hoy, cuando estamos abrasados por el autoritarismo y el abuso, qué buen momento para abrir la Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo o La ciudad y los perros y darse un baño pausado en las palabras y la forma de quien un día, en una entrevista en Guadalajara, dijo: "El poder no solo corrompe, también degrada el lenguaje, la imaginación y la conciencia".

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