Ana Bejarano Ricaurte
2 Abril 2023

Ana Bejarano Ricaurte

MICRÓFONOS PARA LOS AGRESORES

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Todos los domingos compartimos las columnas de Los Danieles bajo la caricatura que pintó Matador de nuestra plana titular. Cuando cumplí cuatro meses en el proyecto me dibujó a mí también. 

La semana pasada, por cuenta de una denuncia de Abelardo de la Espriella —ahora cantante de ópera y vendedor de todo tipo de cosas—, El Tiempo decidió despedir a Matador. El exabogado acusaba al caricaturista de haber cometido hace diez años actos de violencia contra su esposa. Por supuesto que De la Espriella no es ningún abanderado de la causa feminista, sino simplemente quiso vengarse de quien se ha burlado con éxito de él. 

Se debatió en redes sociales sobre la justicia de la sanción, las motivaciones del denunciante y la publicidad que ameritaba o no un caso de hace tanto tiempo. Quien dio a conocer los hechos o sus razones para hacerlo no desvirtúan su gravedad. Y es cierto que Matador ha dibujado en ocasiones parado sobre el machismo, clasismo y racismo, razón que muchas señalaron como una mejor para haberlo sacado. También lo es que ha sostenido una posición que puede resultar incómoda para el dueño del periódico. 

No creo, como dijeron algunos, que este sea un asunto privado que no merece divulgación. Ese es uno de los dogmas gracias a los cuales sobrevive la violencia contra las mujeres. La provechosa división entre lo privado y lo público sirve de telón que encubre un fenómeno social silenciado, que por supuesto florece cuando estos temas son relegados a la privacidad del hogar. 

Precisamente por eso convenciones internacionales de derechos humanos, como la de Belem Do Pará, conminan a Estados y periodistas a debatir en público estos temas. Su erradicación depende de su discusión pública, incluso —o especialmente— si ocurre en los espacios que sentimos más íntimos.   

El caso de Matador retrata algunas complejidades asociadas a la revelación de estos hechos. Como el de una mujer que denuncia a su esposo, pero después superan los episodios de agresión y no desea que se ventile abiertamente el asunto. Y eso se sopesa con las responsabilidades y veeduría que deben soportar las voces públicas como las del caricaturista. 

Es un asunto complejo que merece enorme discusión y celebro que esté arribando el momento para hacerlo. Conversamos en el consejo de redacción de esta casa sin techo si entrevistábamos a Matador. Inicialmente consideramos las dificultades de cómo interpretaría la horda radical de las redes sociales —cualquiera de ellas— la invitación al agresor arrepentido, pero pensamos que una entrevista no es una declaración de adhesión ni tampoco un juicio y sentenció Daniel Coronell: “estamos viviendo bajo una dictadura invisible". Por eso decidimos invitarlo, pues el interés público estaría mejor protegido con la divulgación y análisis del tema y no su silenciamiento. 

Pero es cierto que cuando surgen este tipo de denuncias se siente la presión de enviar al ostracismo inmediato e irrevocable a los acusados. Como si ampliar la discusión y escuchar sus razones fuesen formas de cohonestar con las violencias basadas en género. Y cuán miope e ineficiente puede ser esa estrategia; en especial para el movimiento feminista. 

Se abren espacios para las víctimas, pero si los victimarios quieren hablar, cae sobre ellos y quienes los escuchen sentencias condenatorias sin proceso. Claro que la habilitación de micrófonos viene con enormes responsabilidades, pero ¿qué bienestar puede resultar de censurar a la otra parte de la historia? Es importante entender por qué los hombres —los principales agentes de esta violencia— acuden a la fuerza, por qué tramitan dificultades familiares o relacionales por esta vía, qué experiencias los llevaron a justificar esas reacciones. 

Qué bueno sería poder discutir abiertamente con todos los hombres públicos acusados de estas agresiones: con los cineastas, políticos, escritores. Incluso si sirve para exponer en público los prejuicios machistas con los que se justifican. Parte de la vergüenza que sienten las mujeres y las previene de denunciar también está asociada a la ausencia de hombres hablando, reconociendo sus faltas en público o incluso exponiendo a la luz su misoginia. El pacto de silencio del que tanto se habla entre machitos, donde descansan con tranquilidad todas las formas de micromachismos, está también vigente porque cuentan con esa cláusula de confidencialidad.     

Creer a las víctimas no es el único ingrediente para la erradicación de esta violencia. En el silencio de quienes la ejercen permanecen intactas las formas en que generacionalmente se renueva y perdura. Y lleva a que nos perdamos muchos otros debates que son sanos y necesarios, como si podemos admirar y celebrar la obra de un agresor, cuáles son los estándares de olvido y cuál es el control que pueden tener las víctimas sobre la publicidad o no de su propio relato. 

Y, sí, ya sé que ninguna de estas razones cala en las mentes de las absolutas, de quienes no quieren avances ni justicia sino linchamientos, pero olvidan que en esa censura también persiste la violencia.    
 

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