
Si hay una sola de las gestas grandilocuentes del presidente Gustavo Petro que vale la pena y podría producir consecuencias históricas y positivas para Colombia es el llamado a repensar estructuralmente la guerra contra las drogas.
El camino lo empezó a trazar el presidente Juan Manuel Santos al final de su gobierno con algunas posiciones más recatadas ante la oficina de drogas de las Naciones Unidas. La promoción de programas serios de restitución de cultivos y despenalización de los eslabones más débiles de la cadena fue un primer paso, casi simbólico por su poca eficacia para impulsar un cambio real.
Claro que la causa más justa que puede asumir un presidente colombiano en el plano internacional es el llamado a que se emprenda un nuevo camino para luchar contra el consumo de drogas, en especial de nuestra cocaína codiciada por los esniferos del mundo.
No hay país más legitimado para poner el mundo a pensar sobre las consecuencias nefastas de la guerra contra las drogas de Nixon. El resultado fallido de ese ensayo de laboratorio que creyó que la persecución penal de los traficantes sería el camino para erradicar el consumo. Al contrario, la economía ilegal despertó una cantidad de dinámicas cancerígenas que enfermaron la cultura y la política criolla.
Ahora hay más consumidores que cuando inició la fallida campaña en 1971 y las drogas se han diversificado sin control en la clandestinidad. La guerra contra ellas ya es una industria independiente cuyo derribamiento implica dejar a mucha gente sin trabajo.
Ningún país ha sufrido peores consecuencias derivadas de esa miope estrategia que Colombia. Claro que a Petro le asiste la razón al decirle al planeta entero, cada vez que puede, que esta guerra insensata debe detenerse.
Se le va un poco la mano al declarar: “Si mañana la comisión sobre drogas de la ONU dijera que la cocaína es legal, mañana se acaba la guerra en Colombia, así de simple”. No es así de simple porque las economías ilegales con las que se financia el conflicto superan el tráfico de drogas. Pero sí es cierto que el narcotráfico es el principal motor de la violencia en Colombia.
Fue un acierto histórico del Gobierno la coordinación de la embajadora en Austria Laura Gil para implosionar el cómodo y soporífero consenso de Viena, con el cual la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas había asegurado décadas de pronunciamientos y acuerdos intrascendentes. La movida de Gil dejó ver que Colombia debe y puede ser la voz que lidere el cambio del paradigma.
Es hora de que este mandatario, sus embajadores, y funcionarios y quienes les sigan se empeñen de manera seria y coordinada en difundir este mensaje a nivel global: no seguiremos recogiendo los platos rotos de la guerra contra las drogas.
El esfuerzo de estructurar tal mensaje y vendérselo a las potencias deberá convertirse en política de Estado y requerirá la concentración y compromiso de los futuros mandatarios sin distingo de su ideología. Por eso, por ahora, parece un imposible. Pronto volverán los de la mano dura, los que creen que acá falta el enfoque bukeliano, los que quieren persistir en el camino por el que nos arrastramos desde hace cincuenta años sin éxito.
Los vientos de mano dura, del manido “ley y orden” que soplan fuerte en tantas democracias latinoamericanas y mundiales podrán borrar la evidencia, ya acumulada por décadas, de que el prohibicionismo de las drogas solo ha traído más consumo clandestino y peligroso, más cooptación de las instituciones, más guerra y violencia.
Como todo señor patriarcal, el presidente busca proyectos que le permitan trascender; pasar a la historia. Prender la chispa de una revolución en el enfoque sobre las drogas sería sin duda reescribir los libros de la historia global.
Pero esa es una empresa casi utópica, requiere persistencia y arrojo. Demanda además la concentración de esfuerzos, cosa que para Petro resulta difícil, porque aparte de esta causa quijotesca administra otras diez al día, que parecieran surgir del sombrero, de la emoción del momento, del ímpetu del aplauso. Entre la convocatoria de la asamblea nacional constituyente, las reformas de todos los regímenes sociales trascendentales y la salvación de la madre tierra, le sobra muy poco tiempo o energía al presidente de las causas intergalácticas.
Lo bueno es que esta sí es una causa intergaláctica, una que además es justa, necesaria y nuestra.

