
La semana en que, contra lo que aseguraba en la campaña de 2022, Berto demostró que es el eco, el reflejo, la parodia de Hugo Chávez, empezó tan movida como las caderas de Claudia López en sus videos de campaña. No sé si la han visto. En el más reciente de ellos, simula cantar el merengue El doctorado mientras baila abrazada a su diploma de Harvard: ¡cuánta vanidad, es verdad, pero también cuánto ritmo! ¡Gira en círculos casi tanto como lo ha hecho en su carrera pública! Está lista para ganar las elecciones, en caso, naturalmente, de que Berto abandone Palacio, cosa que no sabemos si suceda, porque el jueves descubrimos que tiene los mismos ímpetus del comandante: en su discurso del primero de mayo consultó a su hija menor, en vivo y en directo, si debía quedarse en el poder, y la niña le dio la venia para continuar, porque a nadie le gusta mudarse. El propio Berto dijo, entonces, que si no aprobaban su consulta, se instalaría en la Presidencia: “si el Senado no me escucha, me amarro al sillón con unas sogas a ver qué pasa”, dijo, de nuevo pensando en amarrársela.
Previamente, el Gobierno había instalado a modo de presión a la minga indígena en la Universidad Nacional. Acostumbrados a los extraños sucesos del campus, algunos profesores ni siquiera detectaron su presencia. Había integrantes tan ancianos que parecían estudiantes de Sociología.
—Allá los señores de la carpa del fondo: ¡pongan atención! ¡O saquen una hoja! ¡Pero no para mambear!
Por aquellos días, el presidente también inauguró en el Palacio de Nariño el salón García Márquez con la exhibición de un muñeco del nobel a escala real, que no dejaba de tener un aire —vale decirlo— a William Vinasco.
Berto posó, pues, al lado del maniquí de Gabo pero la epidermis presidencial lucía tan templada por el lifting, que en un primer momento parecía él también otro muñeco: un muñeco de cera con el cual podríamos inaugurar el Madame Tussauds humano, la primera obra entregada por el gobierno del cambio. No es una mala idea. La cera para el resto de estatuas las podría proveer el exministro Reyes, alias Orejas, previo patrocinio de copitos Johnson.
Contiguo al de Gabo, inauguraron también el salón de la revolución, en el cual exhiben en urnas de cristal la sotana de Camilo Torres, el sombrero de Carlos Pizarro y un teni de Navarro Wolff, en el caso de que se diga teni. Si trasladan el salón al famoso sótano de Palacio, donde en otras épocas ingresaba alias Job y recientemente sometían a interrogatorios a Marelbys Meza, el museo revolucionario podría convertirse en una venta de garaje. Las finanzas del Estado así lo exigen.
—¿A cómo este reloj Rólex del presidente Berto? —se oirá negociar.
—No es Rolex y no es reloj: es un relog —corregirá el ministro de Hacienda, encargado de las transacciones.
De ese mismo salón, pues, salió la espada de Bolívar con que Berto se convirtió de repente en la réplica de Chávez quien, en su momento, desenfundó ante el pueblo de Caracas el florete de Bolívar mientras lanzaba arengas inflamadas de amenazas. Berto lo imitaba de forma idéntica, si bien en su caso sostenía el sable con dos guantes blancos desechables que arruinaron la vocación histórica del momento. Parecía un mimo. ¿Por qué llevaba guantes? ¿Para no dejar las huellas dactilares? ¿Se quiere robar el arma de nuevo, acaso? ¿Y por qué los guantes eran de plástico? ¿Lo sorprendió la hora del discurso mientras se comía un pollo Kokoriko?
Para más coincidencias, la Laurita que ahora lo acompaña —una funcionaria llamada Angie Rodríguez que funge como directora del Dapre y le cuida su depre— es la copia física de Delcy Rodríguez, y el presidente gritaba a los cuatro vientos su sueño chavista de refundar la Gran Colombia. Ya logró anexar Panamá. Lo hizo —recordémoslo— acompañado de una dama de vestido azul. Parecía muy interesado en su canal. En el de Panamá, quiero decir.
Y, sin embargo, la peor amenaza sucedió poco rato después de la elevación litúrgica de la espada, cuando Berto pronunció esta frase que pasará a los libros de historia:
—El presidente de Colombia debería hablar desnudo, no tenerle miedo a esa vaina —dijo.
Ahí tienen, pues, el peligro que de verdad representa Berto: en cualquier momento desenvainará la otra espada ante los ojos del país y vagará por los pasillos de Palacio como duerme: desnudo. Se saldrá de chiros en las próximas manifestaciones, pero esta vez de manera literal: aparecerá en la tarima sin la ropa de marca, ataviado únicamente con los guantes blancos, y mostrará de frente el articulito que él también quiere cambiar. Posteriormente, aparecerá en el consejo de ministros como si hubiera perdido la investidura, libre, biringo, sonriente, mientras se escurre en la silla y se agarra de nuevo el lápiz con la mano.
Para congraciarse con el jefe, probablemente los demás ministros lo imiten: será el punto más alto del reality Protagonistas de gobierno, una versión semejante a la de Sobrevivientes al desnudo, pero con el consejo de ministros. Y todos sus miembros.
Como ministro del Interior, Armandito aparecerá sin el ídem. Lo mismo el director del DPS que exhibirá la segunda espada de Bolívar del año. Y seis ministros se encargarán de recordarle el precio de los doce huevos que fue incapaz de mencionar en la entrevista de Juanpis González.
Será, pues, el traje nuevo del presidente: la versión al revés del cuento del emperador en la que, con el tiempo, Berto afirmará que va desnudo sin que nadie le crea. Su muñeco de cera estará vestido únicamente con el teni de Navarro Wolff. El museo de Palacio parecerá un sex shop.
Berto desenvaina la espada de Bolívar, mientras el país queda envainado con Berto. Las tías uribistas, pues, parecían tener razón. Se vienen días muy movidos. Aunque no tan movidos como los hombros de Claudia López cuando baila El doctorado.
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