
Tengo un gato al que bautizamos con el nombre de Presidente porque cada tanto desaparece sin dejar pistas, y dos o tres días después se presenta en la cocina como si no hubiera sucedido nada: maúlla, pide comida, se acuesta a dormir. En algunas ocasiones regresa de la calle maltrecho y con las hebras del pelo deshilvanadas, y se dedica a lamerse las heridas en un papel de víctima exagerado y penoso; o busca su caja de arena para desahogarse y luego tapa sus porquerías con las patas. Alguna vez lo encontramos en la calle jugando con la misma rata a la que en teoría debía corretear. Lo hacía con elegancia y altivez. Parecía sellando una alianza. Comprendimos en ese momento que había gato encerrado y lo bautizamos con ese nombre, Presidente, para que estuviera a la altura de su arrogancia.
Me costó trabajo comprender que mi hija, la menor, se refería al gato cuando ingresó entre afanes a mi cuarto llamándolo por su nombre, mientras yo leía en las redes sociales la noticia del momento: el presidente Berto no apareció en la cumbre de los países del Caribe, de la que era anfitrión. Bajo el calor de Montería, la pobre Laurita Sarabia plantaba cara al momento con una disculpa gaseosa:
—Por motivos de fuerza mayor, el presidente no pudo viajar desde Bogotá pero nos manda su corazón caribeño —decía con la voz temblorosa la Laurita-presidente, ataviada, además, con una discreta blusa color fucsia con la que encandiló a todos los mandatarios de las Antillas.
La camisa resultaba sobria al menos en comparación con el presidente, cuya ausencia desató todo tipo de especulaciones de los nazis y la prensa Mossad: ¿dónde estaba? ¿No habíamos quedado, según dijo en Ecuador, en que él mismo encabezaría la reedición de la Gran Colombia? ¿Un primer paso para lograrlo no consistía en, al menos, no dejar metidos a sus pares en su nuevo papel de líder del continente?
No se trataba de un evento menor. Asistieron delegados de veinte países. Era el escenario ideal para estrenar su lifting de papada y lucir lozano, joven, fresco, mientras ascendía como líder mayor de los países tropicales: para convertirse en el amo general de las islas antillanas, en el gran pirata del Caribe.
Pero el presidente no apareció. A cambio enviaba, con enorme generosidad, su corazón caribeño, para consuelo de todos.
Las especulaciones más escandalosas lo ubicaban en una habitación clandestina de la clínica Santa Fe donde unos médicos progresistas procuraban regresarlo a la sobriedad con hidratantes de todo estilo: electrolitos, sueros. Hasta un Boka de corozo enviado de emergencia por Agmeth Escaf.
En medio de especulaciones semejantes, era apenas comprensible que cuando mi hija irrumpió en la habitación con cara de angustia, yo supusiera que el presidente del que hablaba no fuera, propiamente, su mascota preferida.
—¡No aparece Presidente! —me dijo al borde del llanto.
—Siempre es lo mismo y siempre aparece —la calmé, mientras recordaba el capítulo de Panamá.
—Pero lleva perdido más tiempo que de costumbre.
—Pero ten en cuenta que es festivo.
—¿Y qué importa que sea festivo?
—Que se demora pero termina llegando —la calmé.
—Va a llegar muerto del hambre —supuso un poco más tranquila.
—¡Quién lo manda a perderse! —me quejé.
—De todos modos ya le sirvo en la coca…
—¿Cuál coca?
—La coca de Presidente... el plato donde come.
Las noticias de la semana continuaron su curso con las exuberancias de siempre: Claudia López publicaba piezas digitales que de nuevo provocaban angustia: en la más reciente aparecía inscribiendo su candidatura con un entusiasmo exagerado que contrastaba con los cinco gatos que la acompañaban (dentro los cuales podría estar la mascota de mi hija); las autoridades desmentían por quinta vez en el mes la muerte de Iván Mordisco; circulaban videos del otro Iván (el no-Mordisco) fungiendo como DJ en una fiesta juvenil; continuaban los robos en Bogotá: el último de ellos sucedió a plena luz del día en el clásico bogotano.
Pero el titular más llamativo se produjo el miércoles, cuando Berto publicó una extraña selfi de primer plano: la expapada convertida en un pliego liso —pero escalonado— y el pelo grueso que asomaba por la fosa nasal servían como documento de supervivencia, con el cual parecía decirle al país que estaba de vuelta. A varios nos regresó el corazón al cuerpo. El corazón caribeño, sobre todo.
Ese mismo día se tomó de nuevo los canales de televisión para anunciar que impondrá su fallida consulta popular a la brava, a través de un decreto. Lo hacía, para mayor riesgo institucional, enfundado en un buzo de diversos tejidos azules que producían el efecto de que estaba cubierto de escamas: ¿puede uno atentar contra el equilibrio de las ramas disfrazado de Aquaman? ¿Sería tan amable el primer mandatario de romper nuestro Estado de derecho sin aparecer en la televisión pública vestido como una cachama?
Mi hija me sacó de esas elucubraciones con un grito:
—¡Apareció Presidente! —celebró
—¡Y vestido con el tejido que debería mandar a Marte! —añadí.
—¡Es un descarado! ¡Entró como si nada a devorar! —se quejó ella.
—¡Está sacando las garras! —señalé hacia el televisor.
—¡Qué tal que no estuviera castrado!
Por el comentario comprendí que no podíamos estar conversando de la misma persona, o del mismo animal; porque solo Álvaro Leyva es capaz de ventilar asuntos privados del presidente con ese nivel de morboso detalle. En su carta más reciente, el excanciller narraba unas minucias escatológicas que no viene al caso comentar. Bastaría con anunciar que pintaba a Berto ya no como líder del continente, sino del incontinente.
Para evitar futuras equivocaciones, decidimos cambiar el nombre del gato: llamarlo Dictador, no Presidente, mientras el descarado, entretanto, daba cuenta del último grano de comida: un concentrado con sabor a cachama por culpa del cual, ay, dejó la coca limpia.
CIRCOMBIA EN MÉXICO
Ciudad de México (julio 8 y 9)

