Ana Bejarano Ricaurte
23 Marzo 2025 03:03 am

Ana Bejarano Ricaurte

TEATRO PETRA

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En la convulsionada década de 1980 nació en Bogotá una pequeña compañía de teatro. Fabio Rubiano y Marcela Valencia se conocieron en la Escuela Superior de Teatro de Bogotá a principios de 1983 y en el 85 ya habían decidido que fundarían su propio proyecto. El contexto de represión y convulsión social en Colombia, pero también en América Latina, sirvió para impulsar todas las formas artísticas, y el teatro no fue la excepción. 

Su primera obra, El negro perfecto, fue un éxito. La ensayaron todos los días durante 18 meses. Recorrieron la ciudad, las salas de redacción y todos los tertuliaderos pertinentes con la gacetilla como llamaban al boletín de la obra para pedirle a la gente que los acompañara en una propuesta de tablas conectada con las preocupaciones locales.       

Para el final de los 90 habían recibido todo tipo de premios, reconocimientos e invitaciones por su dramaturgia novedosa. Hace poco armaron una vaca llena de afectos, saldos de tarjetas de crédito, camionetas pignoradas, CDT chiquitos y grandes, hipotecas, créditos y préstamos de muchos colores para comprar la casa en Teusaquillo que hoy lleva su nombre. 

Ya no son una pequeña compañía de teatro. Los dramaturgos y actores del Petra han puesto su aguda lupa sobre los dolores más palpitantes de la sociedad colombiana; sobre los sucesos históricos más inexplicables y trágicos; sobre las características más cómicas y particulares de la colombianidad.   

Hace poco estrenaron Mantener el juicio, una coproducción con la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). El resultado es una obra que, a diferencia de la JEP, no juzga. Que se para, como lo han hecho en el Petra tantas otras veces, en distintos zapatos de lo que ocurre cuando se desata la violencia. El horror que se ventila en las audiencias, la inmutabilidad de los jueces que se quiebran en silencio, el careo entre víctimas y victimarios, las preguntas sobre la posibilidad real de la justicia y la reparación. 

La JEP tiene problemas de plata y de funcionamiento. La tramitación del gigantesco conflicto que le pedimos que observe ha sido más difícil y larga de lo esperado. Precisamente por eso debe invertir en diversas estrategias para acercar a la sociedad a su misión; para que la gente entienda qué es lo que hace y por qué es importante. 

La coproducción con el Teatro Petra no es un pago por las posiciones políticas de Rubiano ni de Valencia ni de nadie. Es una decisión estratégica e inteligente que no le interesa la propaganda de una corporación pública, sino la conversación sobre la paz en Colombia, por más difícil y traicionera que ella sea. Quienes creen que este proyecto es un favor para el Teatro Petra lo tienen al revés y se les escapa la fuerza transformadora del arte. 

En este país, en donde se derrocha plata pública en pauta y publirreportajes, es un acierto contratar a dramaturgos y actores excepcionales para que traduzcan las problemáticas que aborda una entidad al lenguaje estético y poético del teatro. Iván Duque malgastó más de 20 mil millones de pesos solo entre 2018 y 2020 en pauta para propagandear su pobre gobierno —la mitad de ese dinero provenía del Fondo de Programas Especiales para la Paz—. Gustavo Petro ha pagado más de 620 millones de pesos a cinco influenciadores para que hablen bien de él, incluidos que en los más de 135 mil millones que ha invertido en pauta oficial. ¿Acaso nuestro erario no tiene 197 millones para propiciar reflexiones profundas sobre las dificultades del perdón en esta sociedad resentida?     

Dice Rubiano que la gente va a teatro porque es, sobre todas las formas artísticas, la que mejor invita al juego; a creer algo que el auditorio sabe que no es real, pero se compromete por hora y media a imaginarlo y vivirlo. No hay cómo pausar o rebobinar el espectáculo: es un pacto implícito entre audiencia y artistas. Y tal vez sea por esa poesía visual y corporal que resulta tan irresistible cuando está bien hecha que el teatro persiste desde hace más de siete mil años.

El sistema de justicia transicional que derivó del acuerdo de paz con las FARC tiene el deber de darse a entender y trasmitir a la comunidad la complejidad de su labor. Es el ejemplo de otros países del mundo con procesos similares que han ido acompañados de la obligación de instituir museos y producir reflexiones artísticas que contribuyan a tramitar el horror.

Hacer teatro en Colombia es casi igual de difícil que hacer justicia transicional, pero el Teatro Petra persiste y brilla, y esa es una gesta que merece todos los aplausos. En este mundo del neofascismo, del capitalismo de la vigilancia, de los populismos y autoritarismos, de las guerras, injusticias y genocidios televisados, contamos con pocos sosiegos que debemos saborear, como un tinto mientras esperamos en la fila para entrar a teatro. Al Teatro Petra, por supuesto. 

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