Daniel Coronell
29 Junio 2025 03:06 am

Daniel Coronell

TINTO EN LA 93

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A la Universidad de Antioquia, institución en la que se graduó y donde fue profesor toda su vida, le llegó hace unos años una carta que parecía haber viajado en el tiempo. No era un correo electrónico. No estaba escrita en computador. Venía envuelta en un sobre café que registraba la dirección del remitente en un hospital de La Habana, Cuba. La curiosa misiva, hecha en papel periódico, había sido elaborada en una máquina de escribir, con algunas letras averiadas, y una cinta que se percibía gastada. La firmaba un colega suyo: un neurólogo. 

El médico cubano quería preguntarle a mi suegro, Carlos Santiago Uribe, autor de un libro de Neurología, sobre el diagnóstico de una dolencia registrada en el manual. Carlos Santiago se percató de que el remitente mencionaba la primera edición del texto, que en ese momento iba por la séptima, y había sido actualizado varias veces.

Ese mismo día, preparó la respuesta para el doctor. Le contó acerca de los avances en la materia. Armó una caja que contenía varios ejemplares de la más reciente edición y otros textos de diversos autores que podrían servirle de referencia. Los libros son pesados, y enviar un paquete a Cuba, al menos en esa época, era muy caro y dispendioso. No se rindió. Con el empeño que le ponía a todo, pudo despachar la caja. Unos meses después, supo que había llegado, porque el doctor le mandó una hermosa nota de agradecimiento. 

Le gustaba compartir el conocimiento con generosidad. Lo hacía cada mañana con sus estudiantes, los residentes de Neurología del Hospital San Vicente de Paul, a quienes enseñaba con cariño y paciencia. Siempre con consideración para corregirlos y con entusiasmo para reconocer su progreso. Muchos de ellos son hoy destacados científicos.

Algunos de los alumnos venían de hogares acomodados, pero muchos de los futuros médicos neurólogos provenían de sectores necesitados. Eran los primeros miembros de sus familias que asistían a una universidad. Estudiaban gracias al esfuerzo de un papá obrero o de una mamá empleada doméstica, que se rompían el alma con el palustre o la trapeadora para convertir al hijo o a la hija en doctor. Él sabía perfectamente que varios residentes apenas tenían para pagar el pasaje del metro o del bus, y no para comprar textos de estudio. 

Así que vivía regalando fotocopias de sus propios libros y de las traducciones que hacía de revistas científicas, para mantenerlos al día, mirando al mundo, como él mismo trataba de hacerlo.

No importaba si era sábado, domingo o si estaba en vacaciones, siempre se levantaba a las cuatro de la mañana a estudiar. No lo sentía como un sacrificio. Lo único que le causaba más alegría que enseñar, era aprender.

Sus pacientes y sus estudiantes fueron la prioridad de su vida. 

Hace unos años, fuimos a unas vacaciones planeadas por él. Una de las escalas era Praga. Allí quería conocer el museo de Kafka, cuya obra admiraba profundamente. Llegaríamos la tarde del viernes y teníamos el tiempo contado porque, ese fin de semana, el museo iba a estar cerrado para un evento. 

Diseñó todo como una maratón. Deberíamos salir del aeropuerto sin perder un segundo. Dejar las maletas en el hotel y continuar en el mismo taxi hacia el museo. Solo así, íbamos a tener la hora y quince minutos que necesitábamos para conocerlo. 

Cada paso salió a pedir de boca. El avión aterrizó a tiempo, el taxi estaba listo. El chofer nos esperó el par de minutos que tomó dejar las maletas y nos llevó, a las 3:42 de la tarde, a la vía peatonal que conducía al museo que estaría abierto hasta las 5:00. Ya estábamos prácticamente en la taquilla cuando le entró una llamada desde Medellín.

El hijo de un paciente le informaba sobre una recaída. Carlos Santiago se sentó en una banca callejera, oyó al familiar sin apurarlo, luego le pidió que le pasara al paciente. Tomó otros 20 minutos, interrogándolo detalladamente sobre su malestar. Noté que hizo varias veces las mismas preguntas de distintas maneras, para estar seguro de lo que le describían. Al final, los tranquilizó, les dijo que solo tenía que cambiar la dosis de una de las medicinas y que, antes de dos días, se debería estar sintiendo mejor. 

Mientras él diagnosticaba, recetaba y daba esa pequeña gran lección de humanidad, el reloj seguía andando. Ya no había tiempo suficiente para conocer el ansiado museo.

–No importa –recuerdo que nos dijo sin quejarse– quizás podamos volver algún día, pero lo primero es siempre lo primero.

No pudimos volver. Carlos Santiago se nos murió hace tres meses, después de haber dedicado su vida a curar, a aliviar el dolor de la gente, a investigar y a formar nuevos médicos. 

Esta semana lo he recordado porque al presidente Gustavo Petro, en otro ataque de incontinencia verbal, le dio por decir “la medicina en este país es tan mala porque solo los hijos de los ricos la estudian. Y cuando terminan, se la pasan todo el día tomando tinto en la 93”.

La injusta generalización nada tiene que ver con la verdad. Varios médicos colombianos han sido mundialmente reconocidos por la calidad de su trabajo. La enorme mayoría de los médicos generales y especialistas, entre los que estuvo Carlos Santiago, han sufrido las consecuencias de un sistema de salud que –justo es decirlo– ya era malo cuando Petro llegó al poder, pero que durante su gobierno ha empeorado sustancialmente.

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