Toma aérea de Gardi Sugdub, o "Isla del Cangrejo", una pequeña isla en un archipiélago frente a la costa caribeña norte de Panamá que ha sido el hogar del pueblo indígena guna durante más de 100 años. Originalmente, la isla proporcionaba a los guna un refugio contra las enfermedades transmitidas por mosquitos en el continente y las restricciones coloniales, pero hoy Gardi Sugdub enfrenta nuevos desafíos. Foto: Luca Zanetti
Crédito: Luca Zanetti
Así es vivir en una isla que el calentamiento global está devorando
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La periodista Alejandra de Vengoechea y el fotógrafo Luca Zanetti llegaron hasta Gardi Sugdub, una pequeña isla del Caribe panameño, hogar del pueblo indígena guna, que está entre los primeros desplazados climáticos de América.
El primer presagio de un mundo que ya no existe es la falta de olor. No huele ni a sal, ni a pez, ni siquiera a viento fresco en el archipiélago de Guna Yala o San Blas, formado por 365 pequeñas islas de arenas color marfil. Es un mar turquesa de una transparencia tan inverosímil, que los peces multicolores, las estrellas de mar, los corales en forma de nubes rosas pueden verse sin necesidad sumergirse. Un paraíso de postal. Una de las mejores 25 playas del planeta según la plataforma turística TripAdvisor.
¿Por qué era entonces tan difícil sentir mariposas en el estómago ante semejante magnificencia? Porque sabíamos que estábamos frente a un espejismo en la mitad del Caribe panameño. En 25 años, todo esto se habrá hundido. Será una belleza marchita. Así de simple.
Empecé a entenderlo cuando entrevisté a Michael Adams, graduado en Desarrollo Sostenible en la Universidad de la Florida. Michael, cuyo padre vivió en este país centroamericano por donde pasa el 5 por ciento del comercio marítimo mundial gracias al Canal de Panamá, esa maravilla de la ingeniería inaugurada en 1914 que se convirtió en la ruta más corta para pasar del océano Atlántico al Pacífico, investigó su tesis de maestría aquí.
Un dato lo había estremecido
Según el Banco Mundial, por causa del calentamiento climático y sus consecuencias -exceso de lluvias o sequías, huracanes, tormentas, aumento de la temperatura en uno o dos grados- en 2050 cerca de 140 millones de personas podrán verse obligadas a desplazarse dentro de las fronteras de sus países. Las mediciones son claras: hasta los años ochenta el mar crecía a un ritmo de 2,5 milímetros por año. Desde 2012 está subiendo 6,4 milímetros anuales. Tres regiones serán especialmente vulnerables: África Subsarhariana, Asia Meridional y América Latina. Panamá, en específico, un istmo estratégico que une dos continentes, perderá 2,01 por ciento de su territorio pues tiene mar de lado y lado. Que de repente migren millones personas -desplazadas climáticas, como se les está llamando- tendrá consecuencias catastróficas para la sociedad, la economía y el medio ambiente.
-Las cosas importantes de la vida siempre están más lejos, me dijo Michael a principios de febrero cuando le pedí consejos para llegar hasta este lugar.
Así que en 2018 se acercó por primera vez en barco hasta Gardi Sugdub, o “Isla Cangrejo,” la primera de las 39 islas habitadas por Guna Yala, que ya empezó a ser evacuada. Queda a 15 minutos en lancha desde tierra firme.
-Quedé atónito, recuerda Michael. No había costa, no había playa, no había frontera: era como si fuera una ciudad flotante. No tenían a dónde ir.
Con un ingrediente adicional. Los gunas son el primer grupo indígena de América Latina en haberse ganado una patria autónoma pues en 1903, cuando Panamá se independizó de Colombia, decidieron no hacer parte del nuevo país. Orgullosos de sí mismos, con un sistema de gobierno propio, reconocidos mundialmente por el tejido de sus molas, esas coloridas piezas textiles que invocan el poder de la naturaleza, si logran manejar el cambio climático, los convertirá en referencia para el mundo.
Así que Michael me preparó antes de viajar. Me explicó que fue hace cien años cuando los gunas, cansados por tanto mosquito que les transmitía dengue, malaria y otras enfermedades tropicales, decidieron migrar a las islas. Gardi Sugdub, con sus robustos mangles verde limón, refugio de pájaros, de peces, de vida, era una de las islas más apetecidas. Quedaba cerca a la costa.
Podían trabajar en sus cultivos de yuca, de plátano, de níspero y transportar en sus veleros agua potable desde los ríos y las quebradas. Todos quisieron vivir en este pedacito de paraíso donde soplaba un viento cálido y fresco. Cortaron mangles y a punta de rellenos hechos con basuras y cemento, se fueron comiendo el mar. Triplicaron el tamaño de la isla: hoy Gardi Sugdub mide el equivalente a cinco campos de fútbol. No le cabe un humano más: son 1,407 habitantes que viven en casas hechas de caña brava junto con gallos, perros, gatos, loros, máquinas de coser, radios, baldes plásticos llenos de ropa, de agua. No hay huertas, las flores son pocas.
En las noches añorarás la soledad de los animales, me diría Michael. La isla es un laberinto de senderos embarrados, hay muy pocos árboles, una escuela primaria que se está hundiendo, un puesto de salud muy básico, algunas tiendas con suministros y una gasolinera para las numerosas embarcaciones pequeñas. Ojalá no te llueva, me dijo antes de colgar. El agua inundará todo. Llega llena de excrementos humanos y toneladas de plástico.
Entonces se me vino a la mente una frase del brasilero Eduardo Viveiros de Castro, considerado uno de los antropólogos más influyentes del momento. “Los indios son especialistas en el fin del mundo, ya que su mundo acabó en 1.500”.
Quería saber cómo es que se ensancha la tolerancia en el fin del mundo. Tenía seis días para entenderlo.
DÍA 1: LA LLEGADA
La primera pista de cómo la vida se está complicando en nuestro planeta, la vi desde la ventanilla del avión que nos condujo desde Bogotá hacia Ciudad de Panamá, donde nos encontraríamos con Luis Ortiz, uno de los 150 guías gunas autorizados para llevarnos a Guna Yala. Cientos de barcos estaban estancados en la mitad del mar con sus cargas achicharrándose bajo el sol. Recordé al economista Eduardo Zegarra, especialista en temas agrarios e hídricos cuando en 2017 había previsto que los niveles de agua en la infraestructura portuaria del canal serían muy bajos por la ausencia de lluvias. “Habrá problemas en el comercio mundial”, diagnosticó.
Le atinó. El año pasado las reservas del más grande de los dos lagos que abastecen el canal —el Gatún— cayeron a su nivel más bajo en los últimos siete años. Como el canal funciona con esclusas, especies de ascensores que suben las naves desde el nivel del mar hacia el nivel del lago Gatún, 134 barcos quedaron atascados. Por estos mares pasan 180 rutas marítimas que llegan a 1.920 puertos en 170 países. Que no llueva no sólo afecta la cadena de suministros globales. También impacta la rentabilidad del canal: los cargamentos que pasan por esta infraestructura valen cerca de 248.521 millones de euros anuales. Panamá, cuya economía es boyante en buena parte gracias al canal, sabe lo que vale para el mundo.
Lo mismo los gunas. Cuando Luis, un hombre de pelo negro como ala de cuervo, nos recogió en el hotel en su camioneta negra 4x4, su voz venía cargada de dinero. Seis días en Gardi Sugdub nos costarían 2.500 dólares. Volar un dron, por ejemplo, 600 dólares. Lancha ida y vuelta y recorrido por otras islas, 500 dólares. Permiso comunitario otros 500 dólares. Tomar una foto a un indígena guna, un dólar. Cada entrevista 20 dólares. No podríamos ir solos por la isla y hablar con quien quisiéramos. Tendríamos asignado un guía -su suegro, Leogilvido Rivera, alias don Leo- a quien se le pagarían 125 dólares.
-La información no se paga, le explicamos. No es correcto.
-Puede no ser correcto ni justo pero así es como se decidió hace 40 años, nos respondió.
¿Puede uno conectarse con el corazón de alguien cuando hay dinero de por medio?
DÍA 2: CUANDO TODO CAMBIÓ
Sí. Y en eso los niños son un oasis para la humanidad. Durante el viaje que nos llevaría al puerto donde tomaríamos la lancha hacia Gardi Sugdub - 123 kilómetros que se recorren en tres horas por la única carretera que une Ciudad de Panamá con Guna Yala- estuvimos acompañados por Danitza Rivera, cuñada de Luis, de 42 años, y su hijo Diego, de 9 años. Habían migrado a la capital muchos años atrás buscando progreso, oportunidades. Diego quiso saber cómo era antes este lugar hoy ensordecido por camionetas con vidrios polarizados, negocios, turismo. A Luis se le deshieló el carácter y empezó a contar cómo, cuando era pequeño, pasaba horas entre estos bosques que desprendían una luz antigua, musgosa, nublada. Perseguía mariposas azules, se bañaba en aguas cristalinas.
-Llegar a la ciudad me tomaba ocho horas por esta carretera que era una trocha embarrada. Todas las alegrías quieren la eternidad, dijo de repente.
En ese entonces Guna Yala, que significa Tierra de Indígenas, era un país dentro de otro país. Nadie husmeaba en este archipiélago que a finales del siglo XVI fue refugio para los corsarios y piratas holandeses, franceses e ingleses. Se hicieron amigos de los gunas. Les darían fusiles, pólvora, brandy e información, a cambio de guianza, carne de tortuga, carey y plátanos. El pacto funcionó. Los gunas lograron resistírseles a los conquistadores españoles. Desde entonces fueron vistos como aquellos habitantes que viven “en el más allá” y se gobiernan solos.
En los setenta, sin embargo, empezaron a necesitar a los otros: doctores (la medicina tradicional no les era suficiente), profesores para sus hijos (necesitaron hablar español), productos para erradicar las plagas que afectaban los cocoteros, su cultivo estrella en esas islas de aguas turquesas. Se comunicaron con el presidente de la época, el general Ómar Torrijos, quien aparte de haber logrado firmar un tratado que puso fin al la presencia colonial estadounidense en el Canal de Panamá, durante su gobierno dictatorial (1968-1981), impulsó la idea de la conquista del Atlántico, una propuesta que abrió los bosques de la selva tropical. Panamá, a fin de cuentas, es el hogar de aproximadamente 3,4 por ciento de las especies de anfibios del mundo, el 2,3 por ciento de sus especies de reptiles, 9 por ciento de las especies de aves conocidas y el 4,8 por ciento de las especies de mamíferos. Había que sacarle el jugo a la naturaleza. Tener otro tipo de entradas. Fue en ese entonces cuando se construyó esta carretera que terminó de pavimentarse en 2006.
Todo cambió. De ser pescadores, sembrar yuca y plátano e intercambiar cocos con Colombia, los gunas se abrieron al turismo. Lo hicieron a su manera. En el kilómetro 19, por ejemplo, hay un puesto de control -Nusagandi- que regula la entrada a la comarca. Abierto desde las siete de la mañana hasta pasadas las cuatro de la tarde, es ahí donde aparecen ellas, las mujeres gunas, las que administran el dinero. No miden más de 1,50 centímetros, usan aretes y narigueras redondas de oro, se pintan con achiote rojo las mejillas y una fina línea negra en la nariz con jagua, el tinte de una fruta. Se enroscan pulseras hechas de chaquiras de diferentes colores en brazos y tobillos. Llevan faldas, nunca pantalones y cuando salen de sus casas, se cubren su cabeza con una pañoleta roja y amarilla. Hipnotizan. Alegran.
“En nuestra cultura las mujeres son muy protegidas”, explicaría Luis. Ellas heredan las casas de sus padres y administran los cultivos de coco, la sexta especie frutal cultivada en el mundo, cuyo mercado se estima para este año en 4,96 mil millones de dólares. Ellas, también, son las que cosen a mano las molas, retazos de telas de colores que se cortan y superponen en diferentes capas para revelar intricados dibujos. Cojines, carteras, monederos, blusas, adornos para árboles de Navidad se exportan por doquier a Estados Unidos, Europa, Japón.
Quien tiene el dinero, domina al otro dicen por ahí. Será por eso que con una sonrisa sin sonrisa, apremian a los turistas e insertan las tarjetas de crédito en modernos datáfonos: entrar a la comarca vale 30 dólares por persona. El ingreso de un carro 350 dólares. Cargar un celular, 0,50 centavos de dólar. Una botella de agua o una cerveza, dos dólares. Y así con todo.
¿Quieren belleza de postal? Paguen.
Cuentan que a la comarca Guna Yala le entran tres millones de dólares anuales en ingresos por turismo, una cifra que nadie la confirma ni desmiente. Los gastan en construir hoteles, restaurantes, comprar barcos, tanquearlos, en plantas eléctricas, en licores, en antenas de celular, en cosas para hacer felices a los otros.
Me pregunto de qué servirá tanto dólar cuando a estos mares ya no le quepa más basura. Colchones, tubos, bolsas de leche, dentífricos, zapatos, camisetas, llantas, vasos, botellas. Pasamos de 1,5 millones de toneladas de plástico producidas en 1950, a la exponencial suma de 390 millones toneladas de plástico en 2022. Al fin lo veo. No lo leo sentada en este barco que me llevará a Gardi Sudgud. Vamos cargados con dos kilos de arroz, un kilo de lentejas, otro de frijoles, jamón, queso, panes, salsas de tomate, 75 botellas de agua.
DÍA 3, DIARIO 1
Son las tres de la mañana del lunes 4 de marzo de 2024. Hace doce horas llegué a esta isla. Es tal como me la describió Michael. Pero hay algo más: no se ve el cielo de tanto cable, antena, techo uno pegado al otro. El viento no sopla. Hay mosquitos. Estamos hospedados en una casa que mide siete metros de largo por tres de ancho. Está hecha en caña blanca, especie de bambú grueso y seco, el piso es en tierra. No tiene muchas cosas: canecas de plástico donde guardan la ropa, una mesa, un espejo, una estufa de gas, tres colchonetas, hamacas, cuatro sillas, un refrigerador que congela de 6PM a 12PM, cuando encienden la planta eléctrica.
Aquí vive don Leo, 74 años, profesor de educación física ya jubilado, y su esposa Rosa, 68 años, una de las mejores costureras de molas. Tuvieron cuatro hijas, nueve nietos. No puedo dormir porque al lado hay una casa en la que viven 12 personas. Cuatro se emborracharon. Están vomitando. Siento el olor a menos de un metro. Don Leo dice que son alcohólicos y que también se drogan. Los niños lloran. Canta un gallo. Luca, mi compañero fotógrafo, está iluminando algo con su linterna. Me dice en voz baja que alguien está orinando muy cerca y que el chorro le está llegando a la hamaca. Guardamos silencio. Vinimos a ver cómo es que se vive un lugar que se está hundiendo por la subida de las aguas y que está sobrepoblado. Ya lo estamos viendo. Debemos ser estoicos y ver cómo manejamos esta situación porque no podemos salir a ninguna parte sin Leo, nuestro guía e intérprete autorizado. Es él quien desliza el billete de 20 dólares en la mano del entrevistado. Pagar por entrevista aprieta el corazón. No me conecto con la persona. No es genuino, no es sincero. Los gunas de Gardi Sugdub no son amables. Creo que están aburridos de que tanta gente venga a preguntarles sobre un calentamiento que para ellos no existe. Lo niegan. Aman esta isla. Y les gusta vivir así. No quieren trasladarse a La Barriada, 17 hectáreas en tierra firme que son de ellos desde 1938, cuando lograron constitucionalmente autonomía geográfica y cultural. Pero no tienen opción. Ya hay construidas 300 casas. Un colegio para 1200 alumnos. Se han invertido más de 10 millones de dólares. Empezaron a mudarse en junio pasado. ¿Cómo se puede dormir en esta isla? ¡Ahora oigo tres gatos maullar encima del techo! Voy a pensar en todo lo que me gustó hoy. Eso me relajará.
Me gustó la organización social guna. Aquí los trabajos son comunitarios. Entre vecinos, amigos y familiares arman pequeños grupos llamados sociedades. Todos están obligados a participar en actividades específicas como la venta de gasolina, la gestión de una tienda minorista, la producción agrícola o el cultivo del coco. Si no lo hacen son multados.
Me gustaron sus tradiciones. Hoy vi a un hombre llamar al orden soplando un caracol de mar. Cuando sonó como trompeta ronca, el pueblo supo de inmediato que debían barrer las calles e ir a una asamblea donde los convocaba el sahila, la máxima autoridad de la isla.
Me gustó el sahila, José Devis, 82 años. Cada isla tiene el suyo. Saben todo sobre mitos, leyendas, tradición oral. Aconsejan, dan permisos, resuelven peleas. Son faro moral. Y su cargo es vitalicio.
Me recibió acostado en la cabaña más grande de la isla porque aquí es tradicional que los hombres de autoridad de balanceen en hamacas. Cuando le pregunté cual era su mayor orgullo, me dijo que la medicina guna: “con la naturaleza, con las plantas que tenemos en nuestras selvas, curamos todo: pereza, asma, falta de inteligencia, mala circulación de la sangre”. Y cuando le pregunté qué le preocupaba, me habló de las drogas. En los primeros tres meses de este año las autoridades han incautado un poco más de 30 toneladas coca. Panamá es punto de paso de la droga proveniente de Colombia con destino a Estados Unidos. “Cuando son perseguidos por la policía, los narcos tiran la carga al mar. Muchos de nuestros jóvenes encuentran esos paquetes y los venden. Están empezando a consumir y a traficar. No quieren estudiar. Ni trabajar. Les gusta el dinero fácil”.
Extraño la naturaleza. Conté 21 árboles en toda la isla. Me siento asfixiada. Hace mucho calor. Me preocupa el tema del baño.
DÍA 4, DIARIO 2
¿Por qué asumí que había inodoros ecológicos o pozos sépticos en Gardi Sugdub? El baño es una letrina protegida por listones de madera o pedazos de zinc oxidado. La ubican en las afueras de las casas, donde parquean las canoas. De esa manera uno ve lo que hace el vecino y visceversa. Me impacta la supervivencia de los pescados. Siguen siendo bellos y nadan como meditando a pesar de las materias fecales y de tanta basura que les cae encima. Todo va al mar en Gardi Sugdub. Cero conciencia. Tendré dificultades para ir al baño. Deberé comer poquito. Cuándo le pregunté a Rosa si había otra alternativa, su mirada me abandonó. “Aquí vivimos así”, me dijo. Trato de entender a los gunas. Han sobrevivido a la conquista, al aislamiento, a los empresarios, a las enfermedades. Son cerrados, desconfiados. Quedan pocos: 62.000.
Tras desayunar pan y café después de semejante noche, salimos a la escuela con Leo para entrevistar al director del colegio que se está hundiendo en el mar. Da tristeza. Resquebrajado, los pisos carcomidos por las olas, las paredes descascaradas. Son 650 alumnos, que aprenden en dos turnos: por la mañana y por la tarde. Muchos vienen de otras islas.
Estudiantes que llegan de otras comunidades insulares para el primer día escolar de 2024. Foto: Luca Zanetti
Uno de los profesores me contó que hay desnutrición. La isla depende del turismo. Los gunas pescan y cultivan poco. Traen comida chatarra, mucho enlatado. Los niños se enferman, duermen mal, hay problemas familiares. El nivel académico, sobre todo en matemáticas, es muy bajo. No tienen muchas ilusiones de salir adelante, estudiar una carrera. Quieren dedicarse al turismo. Luca estuvo de mal genio toda la mañana. No lo dejaban tomar fotos. Las mujeres se tapaban la cara, los hombres lo miraban con rabia. Las madres protegían a sus hijos. Querían dinero. Pero de repente ocurrió un milagro. En la plaza central, donde por las tardes los jóvenes juegan fútbol y voleibol, izaron la bandera guna amarilla, rojo, verde con una cruz esvástica invertida en el centro. Leo me explicaría que la cruz gamada significó en sánscrito buena fortuna, bienestar. Fue usada hace 5.000 años mucho antes de los nazis. “Aquí la adoptamos hace 99 años, cuando sucedió la revolución guna que hoy vamos a conmemorar haciendo una dramatización”. Se refería al levantamiento social que ocurrió en marzo de 1925 cuando los gunas se rebelaron ante las autoridades panameñas que querían occidentalizarlos. La paz se logró gracias a la mediación, entre otros, de dos estadounidenses : el ministro John G. South y el antropólogo Richard Marsh. Gracias a ese acuerdo, los gunas lograron su autonomía. “¡Usted, fotógrafo!”, oí que le decían a Luca. “Interprete a Marsh. Tiene que decir “no more war”. Le pusieron un sombrero. Los unos se disfrazaron de policía colonial panameña. Los otros, de gunas furiosos. Había un albino que hizo el papel de South. Marsh era también fotógrafo. Luca pudo sacar su cámara. Tuvimos mucha suerte.
DÍA 5, DIARIO 3
Hoy decidimos salir de Gardi Sugdub. Queremos ver las islas que vende TripAdvisor. En la lancha van tres turistas: un holandés, cuyo reto en este momento de la vida es tomarse fotos para Instagram en los lugares más paradisiacos del mundo. Una policía canadiense, joven y esbelta, que quiere escapar del invierno. Y una madre argentina con su hijo y sobrina que está aburrida de los problemas políticos de su país. Luis decidió llevarnos a Isla Aroma, a 20 minutos de Gardi Sugdub. Pasamos la tarde bañándonos en el mar más uterino que he sentido en mi vida. Tibio, en efecto. Los corales están blanqueados por el aumento de la temperatura en los océanos. Le di la vuelta a la isla en 20 minutos. Los turistas -europeos en su mayoría- duermen en cómodas cabañas, se broncean en sillas plegables blancas y contemplan la vida. No hay basura, hay paz, no hay ruido, todo está organizado y limpio. Decidimos pedir un coco loco, ron dentro de un coco, para ver si nos anestesiábamos y dormíamos en la noche. Ocho dólares cada uno. “No hay ni uno solo”, nos dijeron. “¿Cómo así?”, y entonces miramos las palmeras. Se doblaban de tanto coco. “Están reservados”, respondieron. Al día siguiente lo entendimos todo. A las 10AM llegó un crucero de lujo -el Star Pride-. Isla Aroma estaba alquilada por un día para 300 personas. Toda la comida bajó del barco: pato, pollo, carne, sushi, champaña, cervezas, helados, camillas para masajes, masajistas. Erika, la representante de Transhipping Agent, nos contaría que cada pasajero pagó 21,000 dólares por siete días en estos mares cristalinos. Un crucero de lujo llega cada mes a San Blas, sin contar los miles de veleros y barcos particulares. Todos pagan derechos de entrada. Pequeñas fortunas para los gunas. A las cinco de la tarde nos devolvimos a Gardi Sudgdub. “Solía desear que esos barcos llegaran cuando estaba pequeño”, me dijo de repente Leo. “En los setenta los turistas salían a cubierta y nos tiraban dólares, monedas. Yo me sumergía como un loco para recoger el dinero en el fondo del mar. A veces lograba amasar cinco dólares. El turismo nos ha hecho mucho daño”. Esa noche, después de cenar Dule Masi, una sopa de pescado, leche de coco y yuca, nos tomamos unas cervezas con Leo y Luis. Los niños en Gardi Sugdub no tienen que pedir permiso para entrar a casa ajena. Llegan, juegan en los muelles del vecino a las escondidas, a cazar anguilas. Son los hijos de la isla, de todos. Las noches son alegres porque los niños ríen y los adultos beben y a veces suena música y se cuentan historias. Esa noche conocimos a Albertino Devis, el presidente de La Barriada. Cree que tomará al menos dos años que todos salgan de Gardi Sugdub. Los primeros que salieron en junio pasado y ocuparon las 300 casas, fueron las mujeres y los ancianos. Esa noche Rosa se sentó a mi lado y empezó a enroscarme unas chaquiras verdes y amarillas en mi muñeca. “La alegría no es nunca la misma mano la que te la da. Hoy es una, otra mañana, otra ayer”. No dijo más.
DÍA 6, DIARIO 4
Fuimos a La Barriada, muy cerca al puerto donde embarcamos el primer día. Salí triste. No tiene cerca, ni reflectores, pero a lo lejos el terreno donde se reubicaron las primeras 300 familias de Gardi Sugdub -se calcula que a futuro serán 28,000 personas desplazadas de las islas- parece una prisión. Cada casa mide nueve metros por ocho. Tiene dos cuartos, una sala comedor, un baño. Unas pegadas a la otras, en materiales pre fabricados color beige. Parece un triste suburbio americano al que le falta todo: acueducto, luz, centro de salud, postes, tiendas de mercado, alcantarillado, centro de basuras. En 2010 la comunidad aceptó mudarse. En 2017 el Ministerio de Vivienda panameño se comprometió a construir las casas. El año pasado la ONG Human Right Watch le tiró las orejas al gobierno: “Este informe –basado en más de 40 entrevistas a miembros de la comunidad de Gardi Sugdub, autoridades locales y otras personas familiarizadas con los problemas— concluye que, aunque algunos aspectos de este caso de reubicación son ejemplares, los continuos retrasos del gobierno suponen una amenaza a los derechos de las personas tanto durante el proceso de reubicación como en el nuevo emplazamiento previsto”. Mientras recorremos el colegio con Diego -ese sí ya está listo y tiene gimnasios, coliseos, pupitres, espacio para huertas, dormitorios para profesores y para alumnos-, empiezo a extrañar a Gardi Sugdub. ¡Cuánta falta hace el mar así esté lleno de basuras o ver a las mujeres entre esas calles laberínticas cosiendo molas, jugando con sus hijos, riendo! Fue entonces cuando entendí la frase que estaba escrita en la casa del sahila.
“El pueblo que pierde su tradición, pierde su alma”.