Esta mañana lluviosa de marzo me recuerda una del pasado en la que al levantarme me encontré a mi padre frente al espejo del baño, se estaba atando una corbata negra al cuello, sin lograr el nudo como él quería. Lo intentaba una y otra vez infructuosamente mientras le escurrían lágrimas por las mejillas. Nunca lo había visto llorar, por lo que la escena me dejó impactado: acababa de morir su mejor amigo. Mi padre tenía muy pocos amigos. La lluvia cesó un poco mientras desayunábamos en silencio, me levanté para despedirme y lo besé en la mejilla, él quedó en silencio, mirando, hipnotizado, el fondo de la taza de café que se había tomado en dos sorbos sin darse cuenta.
Cuando salí de casa, de los pétalos de las margaritas y los jazmines del jardín apenas goteaba el rocío, mientras que la hierba neblinosa de los antejardines de Bogotá se desperezaba lentamente dejando escapar ese olor maravilloso a tierra mojada que tanto me gusta. La avenida rugía como todas las mañanas, presagiando entre bocinas el trancón de camino hacia la universidad. Un viento helado de las montañas orientales empujaba las nubes de lluvia hacia el aeropuerto, para que los primeros rayos de sol comenzaran a calentar los andenes capitalinos. Carossio, el único confidente de mi padre y su mejor amigo, había muerto, deteniendo por un instante el tiempo en mi hogar, en la vida de papá, en nuestra psiquis. Sin embargo, afuera, en la calle, todo seguía igual, cruelmente igual. La vida pasaba sin reparar la muerte. Supe en ese momento que tendría que acostumbrarme a esa sensación toda la vida.
Hoy, después de la semana que acaba de pasar, tengo la misma sensación, pero los motivos son otros y pertenecen más bien a una pesadilla lúcida, en que se está convirtiendo por estos días la realidad. Un enano pone su dedo sobre el botón rojo y promete acabar el mundo construido en millones de años sobre hombros de gigantes si no cumplimos con sus exigencias. Una periodista para ilustrarnos las consecuencias de la guerra en Ucrania, decreta inexistentes las razones reales por las cuales comenzaron la Primera, la Segunda Guerra Mundial y esta anacrónica invasión. Toneladas de bibliografía y fallidos armisticios confirman que esa hipótesis es falsa. Eso, sin contar los relatos a viva voz desde Churchill hasta Speer que lo confirman.
La historia y los investigadores nos han dejado claro por qué comenzaron estas guerras como también las razones de geopolítica de peso del conflicto entre Rusia y la OTAN, que no son ningún misterio para lo que Biden llama el mundo libre. Escucho en la radio a un senador de la República afirmar que, para mediar en el conflicto ucraniano, hay que declararse neutral como México, Nicaragua y Venezuela, porque no se puede estar a favor de ninguna de las partes, ya que viciaría la intermediación. Su neutralidad contrasta con el millón de refugiados que llegaron a Polonia en el lapso de una semana y los más de 3.000 civiles que han perdido sus vidas defendiendo una nación que pese a que la quieren borrar del mapa, sigue en medio de la oscuridad palpitando por existir. ¡Ante el horror nunca… jamás se puede ser neutra!
Esa es la gran enseñanza que nos deja quizás el texto más importante del siglo XX (Eichmann en Jerusalén) de la poderosa Hanna Arendt donde se pregunta por el holocausto judío desde la banalidad del mal y la culpa de toda una sociedad que lo permitió. Una sociedad sorda y ciega como lo es la nuestra por estos días, que en medio de la feria de las vanidades de la campaña política, aplaude a Gustavo Petro cuando dice que va a intervenir la independencia del Banco de la República o proteger la industria nacional como si fueran los setenta, subiendo los aranceles de las importaciones y cerrándole la puerta a la democratización de la tecnología y los nuevos mercados que hoy nos conectan con todo el orbe y nos permiten crecer. Aplauden al ingeniero Rodolfo cuando ataca la corrupción con su bisoñé nuevo, omitiendo con descaro las investigaciones que cursan sobre él por corrupción también. Aplauden todos el fracaso del centro que se dinamita solito en defensa de la cohesión social por fuera de los extremos y suenan más las amantes de algunos que el hambre que deja la corrupción en muchos.
Salgo a dejar a mis hijos al jardín, ha dejado de llover y por las ventanas del carro veo pasar a la gente, con sus luchas diarias, sus sueños, sus embrollos, y siento que algo muere dentro de mí, porque las promesas que nos están haciendo, no las van a poder cumplir porque son demagogia de falsos profetas, y vuelvo a recordar la mañana en que vi a mi padre llorar frente al espejo y entiendo que cuando las formas pierden el fondo que las contiene, explicar la vida, la muerte, la guerra, o los procesos sociales se convierte en un acto tan estéril como tratar de atrapar el humo que nos venden entre las manos.