Daniel Samper Ospina
11 Diciembre 2022

Daniel Samper Ospina

ANCIANO EXTRAVIADO

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Caminaba por una calle del pueblo dentro de unos pantalones que parecían dos tallas más grandes que la suya, como un náufrago, bajo una cachucha ladeada que le quitaba cualquier vestigio de dignidad, de la cual se asomaban unas canas blanquísimas, que parecían de lana.  Los ojos le flotaban como boyas marinas. Parecía no reconocer. Cuando la ciudad se apague —recuerdo que pensé— este pobre hombre quedará completamente perdido. Extendí entonces mi mejor sonrisa y me le acerqué con tanto sigilo como amabilidad:

—¿El señor busca a alguien? —le pregunté.
—¡Qué va, hijito! Estaba hablando con unas estatuas, pero se fueron —dijo.
—¿Y esas estatuas estaban acá, entre nosotros? —indagué cuidadoso, para detectar si se encontraba bien de la cabeza.
—Sí, hijito, allá, en esa banca… 

Se desató entonces en un monólogo en el que hablaba de la banca y de unos créditos agrarios que habían sido incomprendidos, y remató aquel súbito torrente verbal con una amenaza que me desconcertó:

—¡Me amarro una piola y me tiro al Magdalena! —gritó.

Traté de calmarlo con palabras suaves y lo invité a un jugo en la plaza. Él lo pidió de curuba; yo, como siempre, ordené el mío de corozo. Luego lo tomé del brazo y buscamos una banca con sombra y allí mismo procuré que me ofreciera los datos de su familia, para buscarla.

Habló entonces de su hermano, de una tía llamada Dolly, de su papá que era —eso me pareció entenderle— piloto. Después se perdió en un delirio de nombres de primos y padrinos y de apodos del que por poco no consigo regresarlo. 

—¿Pero el señor tiene hijos? —traté de aterrizarlo.
—¡Y son impolutos y aplazaron el gustico! —se violentó a la defensiva.
—Me refiero a que a lo mejor su familia lo esté buscando, señor… ¿Tiene un teléfono al cual los podamos llamar?

Que no, que los teléfonos se los tenían interceptados y que esa llamada la estaban escuchando esos hijueputas, me dijo; y luego me miró con unos ojos en que brillaba más el abandono que la rabia, y esa mirada me llegó al alma: pobre señor, pensé; pobre el destino de la vida humana que acaba de este modo, tengamos dinero o seamos pobres; tengamos poder real o seamos Francia Márquez: tarde o temprano el río de la vida nos conduce a la indignidad, a la desmemoria. A soplar de modo ruidoso un sorbete de curuba a través  de un pitillo, como lo hacía este abuelo, mientras miraba hacia la nada.

De la nada, precisamente, reaccionó con una frase sin contexto:

—Yo por el que sí voy a votar para la Alcaldía de Bogotá es por Jorge Enrique Robledo —dijo de golpe.
—¿Perdón? —respondí sorprendido de que siguiera temas de la política nacional.
—¡Ese es el mío, sí señor! —insistió embargado por un entusiasmo súbito.
—¿Ese es tipo que tiene canas? —quise tantearlo.
—¿El Canoso? ¿Alias el Canoso, decís vos? ¡Ve, qué será de él! —respondió y se hundió en un silencio extraño, mientras succionaba ruidosamente el rescoldo de su jugo y miraba hacia lo lejos: como mirando sin mirar.

Los megáfonos de las tiendas de pueblo bullían de ruido, porque estos pueblos son ruidosos en la tarde, especialmente los domingos, y había una brisa cálida y suave que nos amodorraba, a la que nos entregamos por un rato.

—¿Y al amigo le gusta la política? —rompió de golpe el silencio. 
—No creo en los políticos —le dije—: lo hacen pelear a uno y luego se arreglan ellos.
—Yo era político por allá en mis años mozos.
—Qué bueno —le seguí la cuerda—. Yo tuve un pariente político.
—A mí me gustaba ir a las veredas, revisar los inodoros, combatir a terroristas…
—¿Y el señor de qué partido era?

Me dijo que no le gustaba el fútbol y lanzó una desordenada retahíla en la que mezclaba nombres y fechas, supongo que de futbolistas de su época: el Curita Velásquez, Luis Carlos la Ternura Restrepo.  Después se sumió en el mutismo mientras yo detallaba sus dedos largos, sus uñas pulidas. Era evidente que provenía de una familia con dinero, que llevaba una vida cómoda: pobre hombre, pobre señor mayor: ¡cómo no conmoverse con su desamparo triste, el pantalón del paño casi flotante sobre los zapatos Crocs; la camisa de cuadros abotonada hasta el cuello: la cachucha mal encajada! ¡Cómo no suponer que aquella tragedia de perderse en las calles y en su propia memoria podía sucederle a cualquiera en esa edad! ¡A un familiar propio! ¡Cómo no ver en aquel buen anciano al propio padre de uno extraviado!

—Señor —le dije—, señor: vamos a regresar a su casa…
—¡Proceda, doctor Diego! —respondió con un entusiasmo fuera de lugar.
—¿El señor recuerda dónde vive? 

Que no sabía. 

—¿El señor recuerda su nombre?

Que tampoco. Y que ya no sabía cuál era la izquierda y la derecha, que las confundía. Y que ya no sabía él mismo dónde ponerse, en qué lugar ubicarse.

Para entonces la tarde se había deslizado hacia una noche oscura, espesa de nubes, y los habitantes del pueblo se habían disgregado hacia sus casas, y el ruido de las chicharras desgarraba el aire. 

Justo cuando me preguntaba qué podía hacer con aquel anciano triste, si lo acomodaba en mi propia casa al menos hasta el otro día, una caravana de camionetas Toyota, cargada de escoltas estatales, paró frente a él, frente a nosotros. 

Para asombro de las pocas personas que todavía caminaban por el pueblo, el mismo presidente —el presidente en persona, quiero decir: el primer mandatario— se bajó del carro de en medio y se acercó al viejo. Llevaba —lo recuerdo bien— guantes, guantes de seda, y lo tomó con suavidad.  De la otra puerta descendió también un hombre esbelto que se ladeaba al caminar con gracia caribe. Llevaba botas finas de piel de vaca. Le echó por encima el brazo al viejo, y entre los dos lo ayudaron a subir a una de las camionetas, mientras yo respiraba, aliviado de sacudirme el peso responsable de cuidarlo. 

Dios quiera que se hagan cargo de él, pensé, mientras caminaba a la frutería y pedía otro jugo, de nuevo jugo de corozo; decoroso a diferencia del anciano.


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