Enrique Santos Calderón
6 Diciembre 2020

Enrique Santos Calderón

Apología del extremo centro (Bis)

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A propósito de la discusión del momento y de las recientes declaraciones de Iván Duque sobre su ubicación política, recuerdo cuando hace 30 años escribí una columna titulada Apología del extremo centro, que causó escozor entre los sectores polarizados de aquel entonces.

Decía allí que el centro es una ubicación precisa entre izquierda y derecha, y que debe ser “de extremo” porque implica un rechazo tajante al acoso de los radicales de izquierda y derecha y su proselitismo maniqueo.

Escuché el término por primera vez durante una entrevista que le hicieron a fines de los años 70 a un editor de The Economist, cuando lo conminaron a definirse entre el ala izquierdista del partido laborista y el sector radical del conservatismo inglés, y él respondió que ante esa lúgubre disyuntiva se declaraba un “extremista de centro”.

Me pareció una salida genial y desde entonces lo del extremo centro me quedó sonando. En la Colombia de la época, la llamada “lucha ideológica” —sobre todo en la izquierda— era de una intensidad insoportable. Sentía motivos de sobra para zafar con una carreta sofocante y repetitiva, pero ¿no era eso abdicar del compromiso? ¿Abandonar la lucha? ¿Asumir una cómoda neutralidad, que equivalía a pasarse a la derecha o hacerle el juego a la reacción?

Esas dudas me atormentaban, pero más me exasperaba el creciente sectarismo canibalesco de la izquierda revolucionaria. Con la rigidez semifeudal del partido conservador no sentía afinidad alguna, y el liberal, que había sido el de mi familia y mi periódico, se había alejado de los principios que lo hicieron grande y popular.

A fines de los 80 me comenzó a seducir en serio la noción de un centro radical, que remplazara la vieja dicotomía de izquierda contra derecha y buscara una síntesis moderna de tradiciones liberales y conservadoras, anclada en la realidad de Colombia y no en pugnas internacionales entre potencias comunistas y capitalistas. Entendí que el compromiso político no pasaba por definiciones doctrinarias sino por posturas concretas frente a la inequidad social, el papel del Estado y la noción de democracia. Hoy en día también exige posiciones definidas sobre temas como la inmigración, el machismo, el aborto, la pena de muerte o el régimen pensional y tributario, entre otros.

En aquella columna de septiembre del 90 afirmé que “si en algún país debería entenderse bien el concepto de extremo centro es en Colombia, donde el extremismo ideológico sigue dejando, día tras día, un reguero de cadáveres y donde se mata sin contemplación en nombre del marxismo o del anticomunismo”.

Asumir una posición de centro no es una fuga hacia la indefinición política sino todo lo contrario: es saber ubicarse muy bien, y con firmeza, en el espectro. Entre un centro izquierda y un centro derecha, por ejemplo, que deberían ser los ejes centrales de la política colombiana. Como lo son de todas las democracias exitosas del mundo, donde no caben Trumps ni Bolsonaros; ni Maduros venezolanos ni Orbans húngaros…

Había leído un libro fascinante de la psicóloga Marlyn Fergusson (La Conspiración de Acuario) según el cual la revolución exige que el poder cambie de manos, pero no a través de la confrontación directa o el sometimiento del adversario. En los albores del siglo XX (mucho antes de twitters, facebooks o whatsapps, pero ya en la era del computador masificado), el poder podía redistribuirse y diseminarse a través de la sociedad, por la acción de redes de personas y grupos con objetivos comunes. Era evidente, además, que los hombres se unían cada vez menos alrededor de ideologías y más en torno de específicos propósitos compartidos.

Tesis por supuesto inaceptables para el fervor revolucionario de la época porque no se contemplaba el asalto al poder. Reivindicar el centro político era quedar de renegado o traidor a la causa. Hoy, muchos políticos colombianos de uno y otro bando dicen que el centro no existe, que es un pretexto escapista o una “derecha disfrazada”. Depende de quién lo diga, si un Roy Barreras, un Gustavo Petro o un intelectual irónico como Antonio Caballero, que aborrece la noción de centro porque es “ni fu ni fa”. Por su parte, un hombre lúcido como el exfiscal Gómez Méndez llega a decir que “lo que hoy vemos no son candidatos ni de centro, ni de izquierda, ni de derecha, sino personalismos adornados con lugares comunes del argot político”. ¿Qué decir entonces del Centro Democrático? Lo mejor que tiene es el nombre, ya que su alma está bien a la derecha.

El extremo centro es, pues, un concepto provocador, que irrita a unos e intriga a otros. Y del que todos quisieran apropiarse a su manera, porque el centrismo es lo que ha regido la política colombiana de las últimas décadas.

Pero la verdad de fondo es que esta polémica es irrelevante para la gente, a la que no le importa que un gobierno sea de izquierda, centro o derecha, con tal de que genere empleo real, construya carreteras que no se derrumben, hospitales que no quiebren y sepa defender el tesoro público de una clase política cada vez más rapaz y corrupta.

Hasta el presente esto no se ha logrado. Ni en este ni en anteriores gobiernos. Pero ahora se vislumbran esperanzas. Iván Duque se ha declarado varias veces de “extremo centro”. No todo está perdido.

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