Daniel Samper Pizano
7 Agosto 2021

Daniel Samper Pizano

Bestias muertas

Entendí entonces que el cajón donde guardo desde hace años decenas de instrucciones para la instalación y manejo de electrodomésticos se había vuelto un museo o, quizás, un cementerio.

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Asistí hace poco a la muerte y sepultura de una de las más prodigiosas bestias electrónicas que han pastado en mi casa. Cuando lo compré, el Panafax UF-S1 era el último alarido de las máquinas: recibía y enviaba faxes, cumplía como teléfono, hacía esfuerzos dignos de fotocopiadora y almacenaba hasta cincuenta números de mis amigos. Ahora tenía que resignarme a tirarlo a la caneca, porque el papel térmico ya no se fabrica, el enchufe era muy grande para algunos orificios y muy pequeño para otros y en algún descuido alguien le borró la memoria de llamadas frecuentes. Para mi sorpresa, cuando encargué a dos de mis nietos que llevaran al basurero el inútil aparato, se negaron maravillados. No, ya no funcionaría más. Pero era vintage (eso dijeron) y ahora se convertiría en hermoso adorno de cualquier mesa. Me había costado medio millón de pesos y lo vendieron por dos. Recibí cinco mil de comisión.

Entendí entonces que el cajón donde guardo desde hace años decenas de instrucciones para la instalación y manejo de electrodomésticos se había vuelto un museo o, quizás, un cementerio. Casi todos estos objetos ya desaparecieron de la faz de la tierra y, por supuesto, de mi entorno doméstico. Solo subsisten colecciones que representan años de esmero y millones de pesos invertidos. Por ejemplo, cientos de videos, elegantemente denominados cintas fonópticas. Primero, de Betamax, y luego, cuando Sony perdió la guerra comercial con Panasonic, de VHS. Unas y otras se arruman empolvadas en un depósito. Ya no hay dónde verlas (ahora dicen “visionarlas”, como si fuéramos profetas), pero me niego a desprenderme de ellas porque uno nunca sabe. La razón es simple: todos los equipos y pantallas adecuados se evaporaron, pero hasta Cristo resucitó. ¿Por qué no el Betamax? 

También almaceno miles de audiocasetes y discos compactos y de vinilo. Dicen que, como Cristo y el Betamax, un día volverán, y por eso los atesoro. No hay manera de oírlos, como no sea en el heroico Denon DCD-680, que todavía permite escuchar música. El pobre está viejísimo —tiene como quince años— y pronto se convertirá en chatarra, previos un estallido súbito y un humito rojo y verde.

De todos ellos quedan solo instrucciones, panfletos técnicos, almas en pena. Revuelvo los papeles, trasunto de monstruos extinguidos, como el televisor múltiple Tinitron KX-14CPi. Miro su imagen en el cuadernillo y creo recordar que esa cara plana alguna vez vivió en mi alcoba. Descubro la foto de una afeitadora portátil; aparece podando una gramilla de fútbol, pero fracasó en la vida real porque la barba es más dura que el campo pedregoso del Olaya. También un tubito para motilar los pelos de la nariz: supongo que, en un descuido, huyó faringe abajo. Veo una guía para instalar un semáforo en la tapa del inodoro. Parece el remedio perfecto para salvar muchos matrimonios que disputan con afán, y a veces con ardor, el preciado territorio del retrete. Cuando el bizcocho está abajo, la luz verde indica alarma: hay que alzarlo, caballero; si está levantado, la luz roja evita que la dama se aposente oronda sobre el yerto pedernal. Cierta noche una creciente del acueducto se llevó el semáforo con su alegre arco iris, pero quedaron las instrucciones como prueba de existencia. Me abstengo de mencionar la máquina de fotografía Cannon 224T con rollo de 24 exposiciones, porque los lectores no creerán que no hace muchos años las cámaras necesitaban un carrete, y el carrete un laboratorio químico, y el laboratorio una luz bermeja para revelarlo.

Sigue el desfile. Audífono Realistic Nova-37: una horrible lonchera con enchufe. Mi primer ratón sin cable, el Labtec: nunca logré montarlo y murió virgen. Teléfono portátil el 7303X-ETF, cuyas las últimas iniciales quizás significaban: Este Tampoco Funciona. Cafetera Quick Coffee, que, pese a su nombre, tardaba más en calentar un tinto que la cosecha en recogerse. Horno microondas MSG-2814W, retirado del servicio pues, como ciertas novias, al cabo de seis meses de actividad ya no calentaba. Altavoces No-Noise sin cable que, aun apagados, emitían gorjeos gemebundos. Anwendungstabelle Tonabnehmersysteme, de Techniques, cuya razón de ser ignoro pues solo queda de él un folleto en alemán. 

Lo más volátil, las impresoras. En julio claudicó una Hewlett Packard C3100 que vivó conmigo menos de un lustro. Para reemplazarla adquirí todo un equipo de impresión nuevo, el HP 56BESF (aún tengo en mis manos las instrucciones tibias). Anunciaba con confianzudo tuteo “Instálalo tú mismo”, pero ni mis nietos menores lograron ponerlo en marcha. Tuve que contratar un informático que me costó dos veces lo que el equipo. En fin, todo un HP.

Los artilugios ya murieron, pero la gaveta de instrucciones guarda su memoria, como un columbario de documentos. Allí figuran ingenios que estaban destinados a cambiar la historia y quedaron aplastados por el peso del progreso. Otros que me cambiaron la vida, como el iPod Shuffle, capaz de almacenar miles de canciones en una cajita más pequeña que la de cigarrillos. Yo lo conservo y lo gozo y prefiero sacrificar un brazo antes que perder este último ejemplar de la especie, pues iPods ya no se compran sino en la red profunda de internet, donde también venden droga, aviones de guerra, mujeres pecosas y paella de gato. 

La lista es inagotable. Toda clase de marcas, buenas y malas; toda clase de inventos, absurdos y serviciales. Y siempre el mismo resultado: vida efímera, es decir, obsolescencia programada. En tiempos de mis abuelos, un radio duraba dos generaciones y un molinillo seis. Eran piezas sólidas, vigorosas, resistentes. Ahora las alimentan con cables o pilas y fallecen en su electrónica niñez. ¿Y saben quién paga el entierro? Los consumidores. Como siempre.

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