Con algarabía el país eligió una fórmula presidencial cuyo lema es “vivir sabroso”, fino concepto sobre el derecho a compartir una sociedad respetable y bajo un gobierno que sirva a los ciudadanos. Esos conceptos "no se manejan" en la burocracia. En su trasegar, la ciudadanía tiene que enfrentarse a un ejército de operadores armados de herramientas digitales para pulverizar las gestiones y suprimir todo rastro de voluntad, criterio o inteligencia humanos. Para la gente del común no aplica aquello de “usted no sabe quién soy yo”; y, encima, no podemos enviar escoltas pagados por el contribuyente para que se sometan a la tramitomanía kafkiana que nos quieren imponer.
La vida se nos va llamando a robots pregrabados e insensibles. Ni con la habilidad de Messi y la tecnología de Bill Gates es posible sortear los obstáculos para presentar una humilde petición, PQRS (“Para Que Repose Sereno”). La respuesta automática es preludio de que el asunto se resolverá SM (según marrano). Al cabo del tiempo reglamentario se recibe un mensaje que no resuelve nada pero prohíbe que se conteste la nadería, advirtiendo que el contenido es confidencial. Vienen unas parrafadas en inglés y una letanía sobre el medio ambiente; y, de remate, la solicitud de que se llene la encuesta de satisfacción.
Sin moverse de su territorio, los ucranianos han sido polacos, siervos del zar, súbditos del imperio austrohúngaro, esclavos del nazismo, ciudadanos de segunda en la Unión Soviética y, al final, rusos o ucranianos. Aquí los únicos rusos cercanos son los de la construcción, pero la ciudad está tan demolida como el Dombás y, para colmo, la burgomaestre nos regaña por no tener vergüenza de circular por las ruinas.
A lo ucraniano y sin moverme de mi residencia bogotana nunca he sabido si vivo en Pardo Rubio, Bosque Calderón, Chapinero Alto o cualquier otra barriada e ignoro si tengo linderos en una calle, una diagonal o una avenida, porque rutinariamente la nomenclatura sufre despistadores rediseños. Como el último desbarajuste venía de la oficina de catastro, les envié una carta a los catastróficos para rogarles que identificaran la diagonal que acababan de convertir en calle, y que me obsequiaran con una plaquita con la nueva numeración. Me contestaron que la placa la ponga yo.
Contraté el servicio de gas y durante alguna temporada las facturas llegaban a mi nombre. Un día decidieron remplazarme por un señor Santos Bautista. Llamé a los de la empresa, pero siempre me dieron respuestas de su especialidad: gaseosas. Agobiado, procedí al último recurso de todo colombiano de bien, de mal o de peor: entutelé a la empresa y vinculé a los ociosos de la Superintendencia de Servicios Públicos Domiciliarios. Al día siguiente y gracias a un juez dejé de ser un forastero viviendo de intruso en casa ajena y recuperé mi identidad. Eso sí, me clavaron un aumento.
En respuesta a una solicitud de cita, la Secretaría Distrital de Hacienda me contestó cambiándome el apellido y sustituyéndome por mi padre (q.e.p.d), clasificado como vivo y contribuyente. La segunda respuesta fue una joya del desatino: una pastoral para demostrarme que debo entregarles la cédula. A falta de cita acudí a sus recintos y me sentí como cordero en el matadero. Seré vegano.
Y como al que no quiere sopa se le dan dos tazas, resulta que para apostillar un certificado de tradición y libertad la Superintendencia de Notariado y Registro me advirtió que la firma debía ser refrendada "a mano alzada" por una funcionaria, Sara Bolagay. Hice firmar el documento por esa digna oficinista, sin alzarle la mano, y seguí el trámite en línea. Fue rechazado, con la advertencia de que la firma no está registrada en la oficina de los apostilladores, y que yo debo registrarla. Envié un comedido mensaje a la Cancillería para sugerir que si la firma no la tienen registrada sería saludable que coordinen su registro con la Superintendencia. Me contestó algún fantasma, sin firma ni nombre, que esa no es función de la oficina de la apostilla y que lo haga yo. No sé si a mano alzada o a las trompadas.
Lo irónico es que estamos enterrados bajo un alud de leyes y normas contra el papeleo. En la sola Cancillería se han dictado más de diez resoluciones sucesivas. Una crea el Comité de Gobierno o en Línea y Antitrámites integrado por veintitrés altos funcionarios. Ni el Santa Fe tiene tantas estrellas para jugar. Tan magno comité de sabios parece que no se ocupa de la apostilla. Que nos adhiramos al Convenio de la Haya de 1961 fue una iniciativa que presenté como diplomático en 1992 y defendí por una década. Paradójicamente, así como la gente cree que el inventor de la guillotina, doctor Guillotin, fue guillotinado, yo resulté desapostillado. La verdad es que ni este Guillotin inventó la gran cuchilla ni murió por corte de cabeza, sino víctima de una infección; pero en este caso es mucho más didáctico el error que la realidad. Moraleja: cada quien será víctima de su propia iniciativa.
Para un trámite presenté el acta plurilingüe de registro de defunción de una española fallecida en Francia. A un jurídico le despertó sospechas. Quería saber por qué las anotaciones estaban en varias lenguas. Expliqué que la difunta falleció en varios idiomas. Afortunadamente, el documento venía apostillado. Nadie sabe muy bien en qué consiste la apostilla, ni menos qué es un indictment. Solo que si uno y otro son de Bayer, son buenos.
Los futurólogos se imaginan un mundo de humanos sojuzgados por la inteligencia artificial. Se equivocan. El mundo será sojuzgado por desinteligencia humana, auxiliada virtualmente. Quedó derogado el inspirado poema “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma” (Invictus, de Henley). Sin apostilla no somos capitanes ni amos de nada.
Reza la implacable Ley de Murphy que si algo puede ir mal, irá peor. Nos esperan la cédula digital, el registro civil digital y otras novedades.
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