Daniel Samper Ospina
13 Junio 2021 01:06 am

Daniel Samper Ospina

Cuadrado presidente

Para ese momento Ospina había tapado más que la procuradora Cabello y Colombia adelantaba la primera línea al máximo, como lo soñaba Gustavo Bolívar.

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Me excusé cuando un amigo petrista —un abogado tan comprometido con el país que está dispuesto a votar por Armandito Benedetti para que al fin haya un cambio real— me invitó a una tertulia el pasado martes en la noche.

—Es el partido: juega la Selección —le recordé.
—¿Pero a quién se le ocurre ver el partido con todo lo que está pasando?
—Es que nos jugamos la vida contra Argentina —insistí, con un hilo de voz.
—Se juegan la vida los que están en la calle: deje de ser tan cómodo, privilegiado. ¡Tibio!

La política volvió solemnes a amigos que hace un par de años tenían tanta vocación para burlarse de la gente, que parecían ministros de Hacienda. Ahora se toman con insoportable seriedad cada suceso de la política criolla, incluso los titulares de la coalición de la esperanza: aquellos venerables mayores que deberían sentarse a conversar todas las tardes en el café de jubilados de la plazoleta de Unicentro, en lugar de viajar de ciudad en ciudad: de ese modo se ahorrarían lo de los pasajes, estarían menos expuestos frente al COVID y “arreglarían país”, ante sus vecinos de mesa, para que al menos alguien los oiga. Se trata de una coalición interesante, si bien ligeramente masculina, y blanca, y anciana, en la que ojalá reciban a Iván Marulanda, que de todos modos hace contrapeso a la otra opción del centro, el movimiento de Miguelito Ceballos, llamado TU en Bogotá, y SUMERCE en el capítulo Boyacá.

Si la persona es petrista, asume cualquier comentario todavía con mayores pompas, como si no habláramos de un político colombiano, sino de un futbolista internacional. Y así era el abogado que convocaba la terturlia: petrista de segunda vuelta que contempla serlo la próxima vez desde la primera, seducido por las alocuciones presidenciales que Gustavo Francisco emite a la manera de Guaidó: sin necesidad de ser presidente. En la última pidió calma y retirar los bloqueos, como un verdadero tibio, pobre: podía imaginar a sus tuiteros más radicales compartiendo las columnas de Simón Gaviria, y, acto seguido, sometiendo a su líder a un linchamiento virtual en que lo llamarían el Fajardo Humano.

Me siento tan debilitado por las circunstancias, que le concedí la razón a mi amigo. Sí: inhalar el opio del pueblo en estos momentos es insultante. Por eso, llegado el día, y a pesar del frío, me animé a asistir: me arropé con la chaqueta con que iba a fútbol antes de la pandemia, en cuyo bolsillo entontré el discreto radiecito de un solo audífono con que suelo escuchar los partidos. Y decidí traerlo conmigo porque, al igual que Simón Gaviria, precisamente, uno nunca sabe.

En torno a una mesa, y con aires circunspectos, mi amigo y dos invitados, también abogados, debatían diversos aspectos de la vida política con tal énfasis, que hacia las siete y cuarto de la noche no pude más e instalé discretamente el audífono en el oído derecho. Ya perdíamos dos cero. La verdadera coalición de la esperanza era la de quienes pretendían remontar semejante calamidad.

—Si queremos que esto pare en serio —comentó uno de los presentes—, se necesitan más bloqueos.

Especialmente por la zona derecha, donde nos entran con Messi, pensé para mis adentros. No lo comenté porque en ese momento el narrador decía que Gustavo Cuéllar se había tirado al centro.

—Que pongan a Gustavo por la izquierda, el centro no es lo suyo —dije, llevado del todo por la narración.

Me miraron y asintieron, por fortuna. Y se dedicaron a tirar nombres de posibles cancilleres en un gobierno de Petro, mientras Messi de nuevo perforaba la defensa y caía en el área, y uno de ellos criticaba las actuaciones más recientes de Martuchis.

—Fue un piscinazo —les avisé, cuando el árbitro no pitó la falta.
—Todo por no pararse a coger la taza, por perezosa.

Cada quien hablaba de lo suyo, ellos del poder, yo del partido, en una coincidencia armónica que tocó su punto máximo cuando el narrador daba alaridos sobre la forma en que Matheus Uribe subía y bajaba sin parar:

—Uribe es un monstruo —grité, enajenado por la narración—; se tragó todo el campo.

Todos asintieron. Y asintieron de nuevo cuando uno de ellos preguntó a quién debería cuadrar Petro para obtener el triunfo:

—Para que quede mejor Cuadrado, debe desbordar por la izquierda y tirar al centro —comenté suficiente.

Esta vez no solo asintieron sino que me dieron una cariñosa palmada en la espalda. Ya no veían en mí al burgués privilegiado, sino al interesante analista con el que —eso dijeron— podían hacer equipo: como la misma Selección.

Durante un tiempo estuvimos hablando de contención, ataques y filtraciones, que lo mismo podían ser referencias al partido o la campaña de 2022. Para ese momento Ospina había tapado más que la procuradora Cabello y Colombia adelantaba la primera línea al máximo, como lo soñaba Gustavo Bolívar. Entonces el más vehemnte de ellos, ya amansado y entregado a mis palabras, tomaba nota de cualquiera de mis opiniones, y las celebrara en voz alta.

Fue en ese momento, precisamente, cuando grité el gol de Borja y los abracé mientras me miraban desoncertados y el radiecito volaba por el aire.

El país no es viable. El ejército compra dos mil millones de pesos en visores nocturnos que no son de uso militar, sino para alpinismo. Resucita Juan Carlos Pinzón. Se lanza Peñalosa. Petro se fajardea. Fajardo se petrifica. Ordóñez es enlace con la CIDH de la que tanto denigraba. El coronavirus cobra 600 muertos diarios mientras abren la economía. ¿No ven acaso que lo único serio que tiene Colombia es su selección?

No alcancé a decirlo porque para entonces ya me habían echado a la calle. Busqué un sitio animado para comentar el partido, pero a esas horas hasta la plaza de jubilados de Unicentro estaba cerrada.

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