Daniel Samper Ospina
13 Diciembre 2020

Daniel Samper Ospina

Cuando coticemos agua

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Quise comprar acciones de agua la misma noche en que me levanté con sed por un vaso de agua, precisamente. Era la madrugada. El día anterior había visto en las noticias que en Wall Street cotizarían agua, aunque ya no recuerdo en cuál sección, si en “el Clima” o en “Económicas”, y en ese momento, en el desvelo de las dos y media, soñé convertirme en un cacao del agua, así parezca una receta; obtener una pequeña fortuna gracias al agua. Y rendirla: rendirla en agua, si se puede.

A la mañana siguiente me dispuse entonces a vender todas las propiedades adquiridas en estos años de matrimonio para comprar agua: el carro, salvo el agua del radiador; la casa, menos la alberca del lavadero, que  ya para ese momento la visualizaba como una pequeña cuenta de ahorros. Y las escasas joyas de mi mujer.

A ella misma tuve que explicarle la siguiente movida de nuestro ascenso financiero, porque es la dueña de las claves de la tarjeta.

– ¿Te volviste bobo? –me dijo tan pronto como le expuse el plan.
– Todo lo contrario: es la mejor manera de que tengamos liquidez.

Le expliqué entonces que el agua sería un comoditie, término cuyo significado, para ser franco, desconozco, pero que dijo con gran seguridad un experto en el noticiero, y con esa misma convicción lo repetí.

– Y no solo es un comoditie, sino que el precio del agua estará por las nubes.

Y lo estará, a menos de que se precipite. Pero ese pedazo lo omití, naturalmente.

Imaginaba mi vida como broker del agua y la verdad se me hacía agua la boca, si me dejan decirlo de ese modo. Soñaba con viajar a Wall Street; manotear de forma airada en esa suerte de barra de bar del mundo bursátil, y especular con el preciado líquido, que es, visto de otro modo, lo que desde tiempos inmemoriales han hecho los campesinos mientras miran al cielo:

– Eso hoy no llueve; eso hoy abre…

Experto en especulaciones, me volvería también experto en congelar el precio del agua, y a veces en soltarlo, soltar el agua, con el cuidado de que mi fortuna no se fuera a evaporar: de que no se fuera por entre un tubo.

He vendido humo toda mi vida, me decía a mí mismo; llegó el momento de cambiar de elemento. Pensaba entonces en la gente que nace y muere empleada; la gente que no detecta oportunidades como la que yo mismo acaba de detectar: gente que desperdicia pequeñas fortunas mientras lava la loza sin cerrar el grifo o se cree pudiente por pedir el jugo en leche.

Por mi parte, en cambio, me anticiparía a la nueva realidad. Compraría una parcelita en algún páramo de Santander para repetir la historia de los Beverly ricos. Sería un aguafiestas, un verdadero aguafiestas, que es la forma de llamar al nuevo nuevo rico. Y almacenería una riqueza libre de dudas, a diferencia de los que lleguen tarde al negocio: ambiciosos personajes de clase alta pero de dudosa reputación, cargados de un dinero tan caliente como el agua que pretenden negociar:  ¿cómo será hacer un capital con agua turbia y tener que lavarla? ¿Cómo será lavar agua? ¿Cómo crear una burbuja con el mercado del agua?

Claro: no todo será fácil. Pero el gobierno de Iván Duque mejorará del todo sus finanzas porque viene haciendo agua  desde hace meses. Sergio Fajardo gastará una fortuna lavándose las manos por su responsabilidad en el descalabro de Hidroituango, para lo cual necesitará tanta agua como la que tiene la represa, porque, aunque ponga de paraguas a su delegado de junta, puede salir salpicado; Néstor Humberto Martínez invertirá en agua saborizada. El ministro Carrasquilla se enriquecerá con su invento de los bonos de agua. Y Aguachica será el nuevo Wall Street.

Me dispuse entonces a publicar el aviso digital para vender el carro: soñaba hacerme prestamista del gota a gota; convertirme en el putas de aguadas. Pero en ese momento mi mujer me atajó. He ahí la historia de nuestro matrimonio: presentar ante ella mis ideas más novedosas y observar la triste forma en que se marchitan bajo sus observaciones fulminantes.

– ¿Ahora vendes las cosas sin consultar?
– Te guste o no, vamos a cotizar agua en la bolsa: es por nuestro bien– le dije con decisión.
– ¿En la bolsa de agua? – trató de burlarse.
– Amasaré una verdadera fortuna.
– Si es de agua será difícil de amasar; y si la logras, ojalá no se te evapore.

Mi vida como “water broker” fue fugaz por culpa de mi esposa. En dos minutos desbarató mis planes de hidrovisionario y me condenó a seguir siendo esta esforzada versión de siempre: el extra sin parlamento de la película Mad Max.

Quedaré entonces de este lado de la historia mientras advierto nuevos signos del apocalipsis del 2020: el año de la pandemia, de los ovnis, de los monolitos, del programa de Iván Duque. El año de las invasiones de abejas asesinas en Estados Unidos, las langostas en el África y la película de Disney en Colombia.

Y el año en que en Wall Street comenzaron a negociar con el agua, lo cual significa que pronto privatizarán los páramos colombianos; que Sarmiento Ángulo será el dueño del invierno; que la clase media vivirá ahogada en deudas por pedir al banco unos litros prestados.  Que a los pobres, en adelante, se les llamará los secos. Y que en el planeta nunca más volveremos a estar cómodos. O comodities, para hablar como un experto.

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