Daniel Samper Ospina
2 Agosto 2020

Daniel Samper Ospina

Cuando Duque sea expresidente

Especial: 2 años de Duque

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Soy franco: ya no sueño con que el prócer colombiano Iván Duque Márquez, montado en su corcel blanco llamado Palomo Valencia, pida un florero prestado a Álvaro Uribe para adornar el set de su espectáculo de televisión, y el episodio desencadene un nuevo capítulo, ya no digamos del programa, sino de la historia de Colombia, en que surja un segundo grito de independencia. No: nada de eso. Mi deseo es el contrario: que el presidente termine su mandato como Ernesto Macías: sin carreras. De forma lenta. Quiero saborear día por día el nuevo liderazgo que imprimió al país el niño del Rochester, alumno emblemático de la Sergio Arboleda, mago, presentador, guitarrista, antes de que en julio de 2022 organice la mudanza definitiva a Panaca, donde se instalará del todo la familia expresidencial.

Porque, al igual que su hermano Andrés, este par de años se pasaron volando. Y me resisto a que los dos que faltan se evaporen con idéntica velocidad, y en un abrir y cerrar de ojos llegue el duro momento en que un camión de Rojas Trasteos recoja pelotas, trajes de fomi, tinturas de canas y demás enseres de los Duque Ruiz, y el joven y dinámico mandatario se convierta en lo que llamaba López Michelsen un jarrón chino, en su caso al revés: un chino jarrón: un muchacho de silueta voluminosa al que aún le sobran energías para seguir tragándose el futuro, el mundo y una que otra galguería.

¿Qué sucederá cuando pase a la banca el presidente que gobernó para la banca? ¿Montará un think tank este ídem de la política juvenil? ¿Pasará la digestión de su gestión sirviendo como asesor de juntas directivas de mineras multinacionales? ¿Recuperará siquiera el color azabache de su pelo cuando deje de lado las tinturas del poder?

Para entonces el país no será el mismo, y acaso el presidente de este cuatrienio, o en su defecto el mismo Duque, se prepare para entregar las llaves de palacio a su siguiente heredero, Andrés Felipe Arias, previa modificación virtual de la Constitución bajo la voz cantante de Arturito Char.

El primer presentador de la República habrá legado en ese momento sus aportes a la historia, todos tangibles: la guayabera que olvidó Mark Pompeu cuando visitó Cartagena, que el propio Duque vistió en elegantes recepciones; la guitarra marca Fender; el famoso pote de gel; la caravana de camionetas blindadas, y demás elementos de su obra de gobierno que serán donados a la nueva sala que tendrá el museo Botero en su honor, en la que montarán una réplica del set de su programa de televisión, a la fecha su verdadero programa de gobierno: aquella hora diaria en que hablaba sobre la enfermedad que le quitaba el aire, y frente a la que solo restaba lavarse las manos, sin que fuera posible detectar a qué se refería: si al coronavirus o al ñeñe escándalo.

Mientras eso sucede, el joven expresidente se retirará a jugar fútbol cinco con los exalumnos del Rochester; pasará al teléfono cuando lo llamen de las emisoras, en concreto de La Mega y los 40 principales, para que analice los sencillos de su “hermano” Maluma, y pondrá a pensar al país cuando sugiera lanzar una vez al año un día sin IVA que, en honor a él, se denomine “el día sin Ivan”.

Cocinará con Juan Guaidó la creación del G-2, grupo de exmandatarios latinoamericanos que pretendieron en vano autoproclamarse como presidentes, y recordarán con nostalgia la fecha patria en que organizaban conciertos en la frontera, en jornadas comparables a la caía del muro de Berlín. Montará un emprendimiento: acaso una empresa de mensajería para mandar saludos al rey de España. Algunos domingos sacará a comer fresas con crema al norte a la excanciller. Lo invitarán a participar en La isla de los famosos, y aceptará con la condición de que se grabe en San Andrés y convoquen también a su amigo Francisco Barbosa, que dirá de sí mismo que es el segundo participante más importante del reality, y será eliminado por convivencia.

Como todo expresidente, redactará un libro de memorias, de nuevo con ayuda de su amigo Felipe Buitrago para que, como en el primero que editaron, abunden múltiples diseños para colorear.

Dictará conferencias sobre economía naranja en las que, clicker en mano, caminará por el escenario de un lado al otro, seguro de sí, en informal blazer sin corbata, mientras pronuncia anglicismos a través de un micrófono de diadema; y lo hará en el Congreso de Publicidad de Cartagena y en todos los eventos cuyos nombres terminen en Fest: Mediafest, Digifest: aun Bonfiest cuando el exceso ya no de ansiedad, sino de melancolía, lo lleve a romper la dieta con la misma voracidad con que hoy expide decretos de conmoción.

Y, claro, se dedicará a la academia: ofrecerá una cátedra de “Marketing digital” en la Facultad de Comunicación de la Sergio Arboleda para enseñar a contratar empresas de manejo de redes durante pandemias, y otra de “Religión y fe”, para hablar de los milagros de la Virgen de Chiquinquirá y algunos santos, dentro de los que caben San Turbán y San Clemente, pero no Juan Manuel.

Y cada noche, de seis a siete, por primera vez con el control en la mano, se sentará frente al televisor, y mirará Tu voz estéreo; y sentirá entonces que una nostálgica lágrima rueda por su mejilla, acaso tan lenta como el paso de su gobierno.

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