Enrique Santos Calderón
18 Julio 2021

Enrique Santos Calderón

Cuba y Haití: lo uno y lo otro

Si en un pasado ya remoto Cuba llegó a encarnar la esperanza de un socialismo diferente, alegre y tropical, Haití nunca se liberó de su estigma de miseria, opresión y magia negra.

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Estallido social sin precedentes en Cuba y soldados mercenarios colombianos en Haití. Temas distintos pero también ligados. Por la geografía, para comenzar, pues se trata de dos islas caribeñas casi colindantes.
 
Cuba, cuna de la primera revolución socialista de América, inspiradora (y promotora) de focos guerrilleros de los años sesenta y setenta en América Latina, y emblema de la resistencia de un pequeño país frente a la arrogancia imperial del gran vecino del Norte, en una simbología de David vs. Goliat que aún le genera simpatías mundiales.  
Haití, cuna de la primera república negra del mundo y la segunda en América en liberarse del yugo colonial, tras la sangrienta insurrección de esclavos que en 1804 expulsó a machete limpio a los amos franceses. Para luego quedar aislada de un mundo aterrado de ver a esclavos en el poder y caer en un ciclo de despotismo, corrupción y pobreza extrema que continúa hasta el presente. 

Si en un pasado ya remoto Cuba llegó a encarnar la esperanza de un socialismo diferente, alegre y tropical, Haití nunca se liberó de su estigma de miseria, opresión y magia negra. Durante el siglo 19, los haitianos se dedicaron a matarse entre sí, y sus gobernantes, imitando a Napoleón, se coronaban emperadores. Los marines gringos invadieron el país en 1915 y lo ocuparon durante 20 años. Pocos años antes, un presidente fue linchado; su sucesor, envenenado, y los dos posteriores, derrocados por revueltas. Para no hablar de los largos años de dictadura del tenebroso “Papa Doc” Duvalier. La pobreza de Haití —el más pobre entre los pobres del hemisferio occidental— también está ligada a la gigantesca deforestación que produjo la repartición radical de toda la tierra fértil entre los esclavos que la habían trabajado.

Cuando viajé a la isla en 1984 me impactó ver desde el avión la aridez de las imponentes montañas que siglos antes impresionaron tanto a Colón. Escribí entonces: “Haití significa país de montañas y el escenario desde el aire resulta doblemente desolador cuando se piensa que alguna vez produjeron más café, cacao, caña y algodón que todas las colonias españolas juntas”.

Triste destino, pues, el de este maltratado país que ahora sufre el asesinato de su presidente —un hombre con fama de arbitrario y corrupto— en un insólito complot que involucra a oligarcas y políticos haitianos, empresarios venezolanos y exmilitares colombianos.  

Mientras se dilucida la oscura conspiración, que cada día trae nuevas sorpresas, no sobra preguntarse en qué han derivado nuestras fuerzas armadas. Con fama de ser las más preparadas y eficaces de América Latina, adiestradas hace décadas por Estados Unidos, receptoras de más del 40 por ciento de su ayuda militar (y de infinidad de cursos en derechos humanos), curtidas como ninguna en el combate y, por todo esto, exportadoras hace muchos años de personal retirado para tareas de “seguridad y adiestramiento en lejanos países del medio oriente”, aparecen ahora involucradas en un magnicidio en el vecindario. Es urgente que el Gobierno y su cúpula militar y de policía expliquen mejor cómo se llegó a este punto. Algunos de los capturados en Haití recibieron entrenamiento en Estados Unidos, según confirmó el Pentágono. Otros han dicho que fueron llevados de “gancho ciego”, aunque el propio presidente Duque afirmó que hubo “una participación de todo ese grupo en el magnicidio”. Una fea historia, en fin, para la imagen del ejército de Colombia, y del país en general. El último capítulo aún se está escribiendo. 

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En forma simultánea con Haití, estallan en la vecina Cuba protestas callejeras nunca antes vistas. Señal inequívoca del desespero que producen la escasez y el control oficial, sumados a los estragos del covid. Lo significativo es que una protesta que se origina en factores de hambre y pandemia deriva de inmediato en gritos de “¡libertad!” y “¡abajo la dictadura!”. Se trató pues, como bien lo señala el profesor Fernando Mires, de un estallido no solo social sino, además, político. Así lo fueron el “Maleconazo” de 1994 y las manifestaciones del Movimiento San Isidro el año pasado. Todos duramente reprimidos por la seguridad del Estado. 

También llama la atención que la protesta se inició lejos de La Habana, en el pueblo de San Antonio de los Baños (donde García Márquez fundó hace 35 años su célebre escuela de cine), y se extendió por el país a una velocidad que solo demuestra qué tan acumulado y hondo es el inconformismo que recorre la isla. El gobierno de Díaz Canel se niega a reconocer la dimensión del malestar, detiene a centenares de manifestantes, busca a líderes disidentes en sus casas y despoja a los cubanos del servicio de internet. Y, por supuesto, culpa de los males a las sanciones impuestas por Estados Unidos.

Es inicuo y cruel el bloqueo que hace tiempo sufre Cuba, repudiado por el mundo entero (salvo USA e Israel), pero no puede seguir siendo la explicación, ni tampoco justifica que los cubanos padezcan hace 60 años una asfixiante dictadura de partido único. En la raíz del descontento está la falta de esenciales libertades democráticas. Así lo confirmó el año pasado el Movimiento San Isidro de artistas, escritores y músicos que clama por la libertad de expresión y que a la lúgubre consigna castrista de “Patria o Muerte” opuso la bella canción “Patria y vida”. No es difícil adivinar con cual se quedaría el pueblo cubano. Si pudiera escoger. 

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