Enrique Santos Calderón
22 Noviembre 2020

Enrique Santos Calderón

¿Dios es trumpista?

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Trump se va, pero el trumpismo sigue. Igual de malcriado y belicoso. Con ánimo revanchista, ganas de hacerle la vida imposible a Joe Biden y, más grave aún, de regresar con su caudillo a la Casa Blanca en 2024, para lo cual ya mueven fichas y hacen cálculos no tan alegres.

Cuando más de 70 millones de ciudadanos votan por un individuo que pisoteó la ética y decencia política, algo no marcha bien en la primera democracia del mundo. No la más grande, porque en India vota más gente que en Estados Unidos, ni las más ejemplar, como lo confirma el embrollo de estos comicios, pero sí la primera desde su declaración de independencia de 1776, que precedió en más de una década a la Revolución Francesa y a la proclamación de los Derechos del Hombre. Triste, pues, que la más vieja democracia del planeta entronice a hombres como Trump.

Al final sacó la cara y, a pesar de todo, primó la sensatez con el triunfo de Biden. Pero resultó precario y me temo que el anciano presidente electo haya podido ganarse la rifa del tigre. El cúmulo de problemas que enfrentará a partir del 20 de enero es sencillamente acojonante. País fracturado, con economía desfalleciente y coronavirus ascendente; gobierno nuevo con obstrucción republicana en el Congreso: poder judicial en manos hostiles y Trump en plan de sacarse el clavo...

De tantos retos diversos hay uno que expresa el quizás más nocivo subproducto del trumpismo: la explotación política del sentimiento religioso mediante la prédica de un burdo populismo evangélico y un agresivo “nacionalismo cristiano” que cada día ganan fuerza y conspiran contra la posibilidad de restaurar en Estados Unidos un maduro y civilizado debate democrático. Ya se perfila un beligerante frente unido de predicadores y pastores protestantes de derecha empeñados en torpedear al nuevo presidente demócrata, que además es católico.

Esta inquietud me la agudizó un reciente artículo de Katherine Stewart en The New York Times (nov. 19), sobre la guerra política contra Biden que pueden —y quieren— desatar los llamados nacionalistas cristianos. Stewart, una respetada especialista en temas religiosos, cita a líderes de estas sectas. Davis Harris Jr., del Falkirk Center, les advirtió hace poco a sus seguidores: “Si eres creyente y crees que Dios ungió a Donald Trump para dirigir este país (…) entonces guarda tu corazón y guarda tu paz. ¡Ahora estamos en guerra!”.  El orador central de una gran oración virtual organizada por el Family Research Council sostuvo que el resultado de la elección que perdió Trump fue consecuencia de “una ideología sin Dios que busca tragarse nuestros hogares, destruir nuestros matrimonios y arrojar a nuestros hijos en ríos de confusión”. Y el influyente pastor evangélico Jim Garlow soltó esta perlita: “El señor Biden y la señora Harris están al mando de una ideología que es anti-Cristo y anti-Biblia hasta la médula”. Ejemplos estos de la retórica tremendista con la que intoxica y radicaliza a millones de estadounidenses una derecha evangélica que creció mucho con, y dentro, de la administración Trump. Comenzando por los dos Mikes —Penn y Pompeo—, vicepresidente y secretario de Estado, y continuando por cuatro miembros del gabinete. Todos militantes de un cristianismo fundamentalista que piensa que su país librará la batalla final contra Satanás en el Apocalipsis venidero. Tal es una extendida visión doctrinaria del alto gobierno, por fortuna saliente, de la primera potencia.

Lo irónico del asunto es que el líder político y espiritual de la santa cruzada contra Biden y Harris sea el libidinoso adúltero Donald Trump, que no sabe citar ni un versículo de la Biblia, pero sí supo empoderar a ese vasto conglomerado de Iglesias, telepastores y exaltados feligreses, para convertirlo en una decisiva fuerza de apoyo electoral. Que le permitió, entre otras, el control del Senado.

Son millones de disciplinados votantes (entre ellos muchos latinos), organizados en activas redes, bien financiados por billonarios ultraconservadores, convencidos de que su pueblo ha sido elegido por Dios y Donald Trump es su mesías. Él los corteja sin cesar y les hace el juego a sus prejuicios religiosos por encima de la ciencia o la razón. Tan inquietante es el asunto, que el último premio Ortega y Gasset que confiere El País lo ganó una investigación multinacional sobre el poder político en América Latina de las Iglesias evangélicas congregadas por la Casa Blanca.

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Y si por allá llueve, por acá no escampa. En Colombia todos los días vemos los regresivos efectos de predicadores evangélicos metidos en política, micrófono en mano y Biblia al pecho, en sus iglesias de garaje, buscando el voto —y el billete— de un pueblo incauto y necesitado de sermones promeseros sobre el más allá. Hace tiempo desbordaron a los curas católicos, que en este campo tampoco fueron el mejor de los ejemplos. Hay que saber de los funestos efectos que trajo el fanatismo religioso en la política colombiana de mediados del siglo pasado. Al incendio del país contribuyó la Iglesia Católica, férreamente aliada con el Partido Conservador para detener, a sangre y fuego, si fuera necesario, el avance de las ideas liberales sobre libertad de cultos y separación de Iglesia y Estado. Los púlpitos eran botafuegos desde donde se prohibía la lectura de periódicos no confesionales y se insinuaba que matar liberales tal vez no era pecado. Otras épocas, ciertamente, aunque la intervención en política persiste, como se vio en la campaña contra el plebiscito por la paz, o en la ofensiva actual contra la despenalización del aborto. Un golpe a los derechos de la mujer, alentado en mala hora por este gobierno.

Me vienen a la mente tétricos recuerdos de nuestro pasado cuando escucho en Estados Unidos la beligerancia de teleevangelistas y nacionalistas cristianos, en momentos en que a ese país le urgen palabras de reconciliación interna. Ya hay demasiados mercaderes de la fe conscientes de su enorme influencia y prestos a acudir al fanatismo para avanzar sus intereses de secta. Unidos hoy en la meta de propiciar el retorno de su mesías al templo de la Casa Blanca. Oremos todos para que esto no ocurra.

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