Daniel Samper Pizano
30 Octubre 2022

Daniel Samper Pizano

EL DERECHO A NO VIVIR

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Habíamos conocido a Andrée, florista suiza, por su hermano, que fue profesor en Colombia, y nos hicimos buenos amigos suyos. Un par de veces nos visitó en Bogotá, recorrió con nosotros y su marido el altiplano cundiboyacense y se bañó, decía, en esa “sopa caliente que es el mar Caribe”. Hace ya varios años, trastornado por el consumo de droga, su hijo adolescente se lanzó al paso de un tren en presencia de Andrée. El inesperado y terrible suicidio de Nicolás no solo acabó con el matrimonio de sus padres sino que dejó una herida incurable en el alma de ambos. Ella, particularmente, cargó con la cruz de tamaña pena hasta que sus otros dos hijos se graduaron e hicieron vida propia. 

El 15 de julio de 2016 entró en el correo de mi mujer un mensaje fechado en Lausana (Suiza). Lo firmaba Edith, amiga común, y decía así:

¿Cómo les va? El otro día conversamos con Andrée  acerca de ustedes y nos preguntábamos dónde andarían. 

Hoy les traigo una triste noticia. Andrée se dio muerte esta mañana, acogida por el Exit [sistema médico-jurídico que permite el suicidio asistido]. No era capaz de vivir; estaba fatigada de la vida. Su decisión era irrrevocable. Me dijo que sabía que su destino era seguir el camino de Nicolás, y que el día había llegado. 

Me encargó de darles su adiós y decirles que siempre pasó con ustedes momentos maravillosos.

Un fuerte abrazo, Edith.

Sus hijos la comprendieron y la acompañaron en los últimos y plácidos momentos. En Yverdon-les-Bains, una pequeña ciudad alpina, descansan sus restos. También los de Nicolás.

Recordé el de Andrée a raíz de dos episodios simultáneos de personas que desearon morir desesperadamente y exigían respeto a su decisión. Sebastián López, de 23 años, recibió en octubre de 2021 tres tiros de policías que lo perseguían por raponear un celular en Medellín. Desde entonces padece dolores irresistibles agravados por la lamentable atención sanitaria que se da a un condenado a cuatro años de prisión, como él. Inválido, incontinente, ulceroso, tuberculoso y sucio (“Estoy orinado hasta el alma”), su esperanza es renunciar a la vida. Su padre está de acuerdo: “Sebastián se está pudriendo y prefiere morirse antes que vivir en estas condiciones”.

En España, entre tanto, un delincuente de 46 años recibió en un asalto el disparo de un agente, quedó parapléjico y fue condenado a prisión. Desesperado por su situación, Eugen Sabau se acogió a su derecho a una muerte digna y solicitó la aplicación de la eutanasia. El juez la autorizó. Debía de haber fallecido el pasado 28 de julio, pero de manera inesperada y cruel entró en juego un factor más. Una de las personas lesionadas por Sabau exigió que la justicia obligara al reo a cumplir la pena y no le concediera el “beneficio” de la muerte. Se buscaba entronizar la vida como venganza. Por fortuna, el juzgado destacó que “el derecho fundamental a decidir sobre la propia vida” prevalece sobre los de las víctimas y confirmó al final la sentencia. 

El 23 de agosto a las 2 p.m., Sabau recibió en el hospital el veneno permitido. Con él, son 172 los españoles que dejaron de sufrir gracias a una ley aprobada hace un año. Ramón Sampedro, tetrapléjico que inspiró la película Mar adentro, logró difundir con su valiente terquedad la tragedia de quien quiere morir y no lo dejan. 

Poco a poco este derecho se abre paso en el catálogo de las instituciones civilizadas. Entendida como eutanasia (cuando un doctor prepara e inyecta la sustancia tóxica) o como suicidio asistido (cuando el propio paciente, autorizado, ejecuta la acción terminal), una decena de naciones reconocen ya la legítima facultad de poner fin a la vida. Entre ellos están Suiza, donde falleció Andrée; España, donde lo hizo Sabau, y Colombia, donde el 3 de julio de 2015 logró el primer permiso legal para morir Ovidio González, el papá del caricaturista Matador. Todos recordamos la dura lucha para que los intereses religiosos y conservadores no impidieran ese derecho que una Corte Constitucional progresista, la de Carlos Gaviria, firmó en 1997. 

Nuestro país, en otros aspectos tan retrógrado, fue uno de los primeros en legalizar la eutanasia, y este año despenalizó el suicidio asistido. Entre abril de 2015 y octubre de 2021 se acogieron 178 colombianos al recurso final. El periodista de RCN Israel el Gato Mendoza obtuvo muerte piadosa hace pocas horas en Bogotá, luego de tramitar los protocolos debidos. La esclerosis lateral amiotrófica (ELA) determinó su decisión. 

En cambio, al sargento (r) Gilberto Ávila Llano lo llevó a optar por una muerte legal un párkinson inclemente que sufrió durante quince años. Ávila puso fin a sus días hace un mes vestido con el uniforme de su guarnición, el comando de la Policía que trabaja en la selva. Un grupo de hombres jungla se hizo presente en su vivienda, una zona arbolada del caserío de Boquía (Quindío), para acompañarlo hasta el último momento. Hubo discursos, recuerdos, risas, despedidas, oraciones, homenajes y, sí, una que otra lágrima. Lo despidieron formando calle de honor al emprender el traslado al hospital de Salento, donde recibió la sustancia química fatal. Terminado lo que llaman “el procedimiento”, dice una noticia de Javier Alexánder Macías en El Colombiano, “la familia cremó los restos mortales, que fueron llevados hasta la finca y esparcidos en un árbol de guayabo en el que Ávila solía poner comida para las aves”.

Qué diferencia entre estas muertes, rodeadas de parientes y compañeros, y la de Nicolás, triturado por las ruedas de una locomotora. Ambos casos son expresión soberana del derecho a no vivir. Un derecho esencial que merece ejercerse con plena dignidad y no como si se tratara de un delito vergonzoso.


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