Ana Bejarano Ricaurte
29 Enero 2022

Ana Bejarano Ricaurte

El Estatuto de Duque

Este es un instrumento para que la policía pueda asfixiar, con más fuerza, la manifestación social legítima en Colombia.

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El 3 de enero de 1979 militares irrumpieron en la residencia de Olga López de Roldán y la apresaron junto con su hija de cinco años. Sospechaban que prestaba servicios médicos a miembros del M-19. López pasó por todas las formas de tortura y tormento, incluso someterla a escuchar sin parar una grabación de su pequeña pidiendo auxilio. Fue la primera vez que la Justicia colombiana condenó al Estado por torturar a sus ciudadanos. 

Esta atrocidad, como tantas otras que han sido documentadas, fue la consecuencia de la implementación asesina del Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay, articulado que se mantiene incólume como uno de los estandartes para la violación “legal” de los derechos humanos en América Latina. 

Recién llegado al poder Turbay, un sector militar se encargó de convencerlo de que el pavoroso régimen era necesario para prevenir lo que se tomó las calles en el paro nacional de 1977. Aquella movilización reunió a los sindicalistas, obreros y gentes de todos los orígenes de la vida, en lo que fue la primera verdadera protesta nacional en la vida republicana del país. 

La revista Alternativa le dio varias portadas, como esta que tituló: “Un paro de verdad”.
La revista Alternativa le dio varias portadas, como esta que tituló: “Un paro de verdad”.

Como respuesta, un establecimiento asustado promovió el Estatuto de Seguridad, que sirvió para la represión brutal y criminal de la protesta y la persecución de un enemigo interno ficticio, eufemismo para sofocar a quienes hacían reclamas sociales en voz alta. 

El pasado miércoles Iván Duque sancionó la Ley de Seguridad, otra de las muchas coincidencias de su gobierno con el de Turbay. Aunque intentó venderla como una promesa de paz y convivencia ciudadana, fue a promulgarla a la Escuela de Cadetes General Francisco de Paula Santander, porque este es un instrumento para que la policía pueda asfixiar, con más fuerza, la manifestación social legítima en Colombia. De nuevo, la “autoridad” busca atragantar con jarabe de palo a los sectores sociales que reclaman cambios sustanciales en las vidas de las mayorías silenciadas.

Como Turbay, Duque quiere venganza contra este segundo “paro de verdad”, que tal vez superó en ímpetu al del 77 y al que solo lo detuvo una pandemia mundial. La aterradora ley amplía las facultades de la policía para apresar personas en las protestas, altera los tipos penales para que puedan ser interpretados contra manifestantes e incrementa las penas. También introduce la figura de la “legítima defensa privilegiada”, un esfuerzo antitécnico para legalizar discursivamente a los paramilitares urbanos que salieron a matar manifestantes con la excusa de defenderse. Además prohíbe el uso de capuchas, como lo hacía el Estatuto de Turbay.  

La ley es inconstitucional y contraviene varios tratados internacionales, en especial la Convención Americana de los Derechos Humanos. Y también es irrelevante, pues ha quedado demostrado que cuando la policía se ha excedido en el uso de la fuerza, poco o ningún reparo tiene en las normas que prohíben esas actuaciones. La ley, garantista o no, no es un inconveniente. 

Ante todo, el Gobierno pretende mandar un mensaje, como lo hizo Turbay, al arreciar su campaña para solucionar e intimidar con bolillo el descontento social. Esta violencia discursiva es más un símbolo, pues la represión era ilegal antes y esta ley inconstitucional no la legalizará.  

Lloverán demandas contra el Estatuto de Duque y la Corte Constitucional deberá tumbarlo, por mediocre y peligroso. Cuando se demandó el de Turbay, la Corte Suprema de Justicia lo avaló y cometió un error que nos costó vidas. Dos magistrados que salvaron el voto advirtieron que se trataba de “de una severa represión a los esfuerzos para promover una toma de conciencia y acción respecto de los problemas que sacuden al país”. Vuelve y juega: la palabra final la tendrá la Justicia.   

Lo bueno de este disco rayado de la historia colombiana, es que, como ocurrió en los ochenta, la sociedad civil sabrá responder. Además de las muertes y vergüenza internacional, la violenta represión estatal de Turbay condujo a la profesionalización de la defensa de los derechos humanos en Colombia, momento en el que nacieron organizaciones como el Comité Permanente de Defensa de los Derechos Humanos y pocos años después la Comisión Colombiana de Juristas, liderada por el abogado y profesor Gustavo Gallón. 

Como hace cuarenta años y con sus vidas en riesgo y pocos recursos, todavía después de la represión de la seguridad democrática de Uribe, existen en Colombia defensores de derechos humanos serios, comprometidos y capaces de enfrentar este nuevo embate contra la libertad. 

Se repiten los paros sin respuesta, los presidentes represivos, la policía que se excede, las Olgas torturadas, la insatisfacción social exacerbada e irresuelta, pero también los Gallón que alzan su voz contra las manos negras. En este país, empeñado en perseguirse la cola, se repite todo: los desastres y quienes se preparan para limpiarlos.   

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