Daniel Samper Pizano
18 Septiembre 2022

Daniel Samper Pizano

EL HÁBITO Y EL MONJE

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Ya son cincuenta y dos los altos mandos que han salido de las Fuerzas Armadas por promoción de oficiales de inferior rango. 

— Sin pensar en los motivos de la purga, es una barbaridad —me comenta un amigo—. Ahí tiene a medio centenar de ciudadanos que estudiaron, se arriesgaron y esforzaron al servicio de las armas legales y ahora constituyen un grupo de descontentos dispuestos, si es preciso, a tumbar a Petro.
—Pero también —le digo yo—ahí tiene a medio centenar de oficiales que, gracias a decisiones del Gobierno, hoy gozan de un grado más alto, mejor sueldo, vida más cómoda y retiro más próspero. Estos no dejan caer a Petro. Y, lo más importante, hay una diferencia esencial entre los que salieron y los promovidos. 
—¿Cuál?
—El Everfit.

Dice poco esta palabra a la mayoría de los colombianos, pero durante medio siglo resumió el abismo que existe entre hallarse en las filas militares y haber salido de ellas. El uniforme, las medallas, las galas y los camuflados simbolizan el poderío del guerrero. En cambio, el sencillo traje de ciudadano carece de atractivo especial, sobre todo si el usuario que emitía rayos dorados con su atuendo marcial es ahora un man de saco y pantalón. Cuando ser monje es un hábito, el hábito sí hace al monje.

Everfit era más que una marca de ropa: era un hábito republicano, simbolizaba el espíritu de civilidad, la frugalidad, la discreción, en contraste con los alamares y charreteras de comandante.

En febrero de 2020, dos meses después de jurar el cargo, el jefe de las Fuerzas Armadas, general Eduardo Zapateiro, sorprendió al país con una llorosa elegía al difunto criminal Popeye. El Gobierno debió castigarlo con destitución, pero prefirió mirar por la ventana. El pasado 20 de julio Zapateiro pidió la baja para no tener que saludar al nuevo presidente y se despidió anunciando un hormiguero rebelde en los cuarteles: los zapateiritos, herederos suyos dispuestos a hacerle la vida imposible al poder civil. Hemos observado un par de videos de este júpiter cartagenero en el retiro. Desprovisto del ¡ajúa!, de los galones y los entorchados, parece un vecino más. No hace mucho grabó una cinta en un cementerio militar, y el efecto fue patético. Sin una banda de guerra que redoblara y un quepis para quitárselo, las imágenes estratégicamente contratadas no lograron convertir una visita de divulgación en ceremonia solemne.

Otra escena lo retrata con Iván Duque, rodeados por militares en vestimenta de combate. Duque, con chivera, gafas, blazer y zapato amarillo; Zapateiro, con saco a cuadros, suéter, camisa y calzado fino (italiano, precisa la prensa). Parecían dos turistas. Difícil pensar que el sonriente compañero del expresidente fue hasta hace poco un Napoleón caribe que desafiaba la Constitución, la ley y los enemigos con sus briosos berridos y sus arengas machistas.

Bueno es comprobar que siguen siendo contundentes e instantáneos los efectos del Everfit. Este conjunto de saco y pantalón de calle confeccionado en Medellín surgió en 1940 como modelo de elegancia masculina y ejemplo orgulloso de la industria sartorial colombiana. Lamentablemente, cuatro o cinco décadas después las marcas internacionales arrasaron a nuestro icono de paño. 

Desde el golpe de Estado de Gustavo Rojas Pinilla en 1953 y la junta militar que lo expulsó en 1957, buena parte de los presidentes sufrieron el espectro del cuartelazo. Y ahí estuvo el Everfit para poner orden.

A Guillermo León Valencia (1962-1966) lo hizo temblar el general Alberto Ruiz Novoa, que alcanzó alta espuma de popularidad y entusiasta acogida en sectores jóvenes. Pero el oficial seco y cejudo, que calificaba como contrincante del candidato Carlos Lleras Restrepo, se desinfló tan pronto como lo destituyó al jefe del Estado en 1965. Vestido con inofensiva pinta del común, crio luego gallinas en Fusagasugá y llevó vida discreta y prolongada hasta fallecer a los cien años en 2017.

A su turno, Lleras Restrepo (1966-1970) expulsó iracundo de las filas a su ministro de Defensa, el general Guillermo Pinzón Caicedo, por criticar el hecho de que manos civiles intervinieran en el presupuesto del Ejército. 

La situación de Julio César Turbay (1978-1982) fue mucho más simple: permitió que cogobernara a su lado el general Luis Carlos Camacho Leyva, y entre ambos compartieron el desprestigio de aquellos años de abusos militares, torturas y represión. 

Un cuatrienio antes (1974-1978), Alfonso López Michelsen también tuvo contienda con los altos mandos y decretó la baja del general Álvaro Valencia Tovar por impertinente. Lo mismo tuvieron que hacer con sus generales más próximos Belisario Betancur y Ernesto Samper. 

Casi todos los descalificados prometieron regresar al poder precedidos de trompetas y empujados por multitudes, como sugirió últimamente Zapateiro. Pero la gente los archivó sin mayores contemplaciones.

Everfit fue el elemento civilizador. No solo era el sueño de los armarios de clase media sino la síntesis del milagro de reducción que sufre un militar cuando se desviste. Por eso los textos de historia nacional recogen esta marca en tratados tan serios como los del sociólogo francés Daniel Pécaut. Era difícil pensar que el inesperado símbolo patrio —un gran éxito comercial respaldado por cientos de almacenes— entraría en quiebra. Pero así ocurrió en 2016, arrasado por la competencia de la ropa importada. Más inverosímil aún fue que resucitara tres años después y que lo hiciera convertido en fábrica de uniformes laborales. Desde entonces no es bandera de normalidad institucional sino textil de aeromozas y aeromozos y telar de los empleados de los parques Disney.

Hoy los exgenerales colombianos ya no llevan Everfit. Quienes lucen la famosa etiqueta son los acompañantes del Pato Donald. Soy de los que piensan que ha sido un importante avance.

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