Daniel Samper Pizano
4 Julio 2021

Daniel Samper Pizano

El otro Daniel

Empezó este otro Daniel como empiezan muchos autócratas, cambiando la Constitución para permitir la prórroga del gobierno.

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Hace algo más de una semana, el gobierno de Nicaragua detuvo en Managua al general Hugo Torres Jiménez, de 73 años, también conocido como Comandante Uno. La noticia produjo revuelo en el país y fuera de él. Hasta la prensa suiza y alemana y la BBC de Londres recogieron el suceso. Y es que a Torres lo consideran un héroe nacional y un formidable estratega: algo así como un José María Córdova nicaragüense y contemporáneo. En los años setenta, durante la lucha del pueblo nico contra la fermentada dictadura de la familia Somoza, Torres condujo dos famosas operaciones guerrilleras que consolidaron el triunfo de los rebeldes del Frente Sandinista. Él mismo sacó de prisión a un jefe político llamado Daniel Ortega Saavedra, que había sido encarcelado por Tachito Somoza, hijo y nieto de tiranos y bandidos. Bajo el mando de Torres, 24 guerrilleros asaltaron el Congreso y varias oficinas gubernamentales el 18 de agosto de 1978 en lo que García Márquez calificó como “disparate magistral.”

Cuánta agua, y cuán podrida, ha corrido en Nicaragua desde entonces. El dictador Somoza huyó y murió en un atentado. Ahora impera otro dictador: el propio Ortega. Fue él quien ordenó detener a Torres y a una veintena de líderes políticos, cinco de ellos precandidatos presidenciales, el pasado 23 de junio. Los acusan de unos de esos delitos que fascinan a las tiranías: traición a la patria, confabulación contra el pueblo, irrespeto a la Revolución, falseamiento de la historia... “Esta dictadura es más totalitaria que la de Somoza”, aseguró Torres: “Hace 46 años arriesgué la vida para liberar a Ortega y hoy él me manda detener”. El régimen se defiende diciendo que “todo se ha hecho conforme a la ley”. Y eso es lo grave. Que Ortega, con el Congreso y el sistema judicial en el bolsillo, ha decretado una serie de leyes que dinamitan la poca democracia que quedaba en Nicaragua.

No solo lo dicen sus opositores. Lo dice el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, crítico de las recientes restricciones a “la libertad de expresión, de reunión y asociación”. Lo dice también la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, que exigió la libertad de los detenidos. Lo afirman intelectuales por encima de toda sospecha, como el novelista Sergio Ramírez, que fue vicepresidente sandinista en tiempos mejores y acaba de abandonar el país: “Tenemos —dice—una dictadura atroz”.
Empezó este otro Daniel como empiezan muchos autócratas, cambiando la Constitución para permitir la prórroga del gobierno. A Ortega lo eligieron presidente en 1985; tras sonados éxitos sociales y educativos perdió las elecciones en 1990. Recuperó el poder en 2007 y ya no se bajó más. Entusiasmado con la idea de ser Presidente Eterno, acumula cuatro períodos y espera que en noviembre próximo las urnas le regalen otros lustros. Con la oposición en la cárcel no le quedará muy difícil lograrlo. Y cuando él se agote, ahí está su cónyuge, la vicepresidenta, para sustituirlo. Homónima de la mujer que atormentó al poeta Rubén Darío hace un siglo, esta Rosario Murillo tortura por igual a la poesía y a los nicaragüenses, cientos de los cuales murieron en marchas contra el gobierno hace tres años. El grito de los muchachos idealistas era:“Ortega y Somoza, la misma cosa”.

Muchos comentaristas describen al orteguismo como una tragedia nacional y una traición política al sandinismo antimperialista. La realidad es que se trata de una tragedia y una traición generacionales. Cuando se produjo la lucha armada entre el pueblo nicaragüense y la dictadura de los Somoza, muchos chicos en edad universitaria pensaron que esa pelea era para ellos el equivalente a la guerra civil española. Jóvenes de los países de América Latina se alistaron en la cruzada. En Bogotá, a principios de los setenta, hubo rifas y colectas entre la gente de izquierda para financiar el viaje de un puñado de valientes decididos a unirse a la guerrilla. Varios murieron. Uno de ellos, por más veras, era compañero de vivienda de Radamel García, el papá de Falcao. Recuerdo una entrevista en que Radamel relató el triste episodio a Alternativa. Si el general Torres considera a Ortega un traidor con sus compatriotas y compañeros de armas, ¿qué podrían haber dicho estos jóvenes idealistas que dieron la vida por un dirigente carismático antes de que se convirtiera en un sátrapa tropical que desprestigia los términos socialismo y revolución?

Una de las reflexiones que saltan a la vista es la capacidad tiranogénica de la América Latina. La lista es interminable: el Doctor Francia, Juan Vicente Gómez, Porfirio Díaz, los Somoza, los Trujillo, los Castro, Noriega, Uriburu, Perón, Ríos Montt, Rodríguez Lara, Banzer, Videla, Stroessner, Pinochet, Bordaberry, Pérez Jiménez, Chávez, Maduro, Fujimori, Garrastazu, Bolsonaro y muchos otros que se me escapan... A su lado, nuestros generales golpistas Melo y Rojas Pinilla son niños en excursión. Hemos fundado incluso un género literario fascinante: las novelas de dictadores.

El virus del despotismo se ha extendido a Estados Unidos, donde Trump cayó derrotado, pero trabaja con ardor y malas mañas su reelección en 2024. ¡Qué foto sería la del abrazo de Ortega y Trump, dos tiranosaurios paralelos! No la descarten. En nuestro parque temático de dictadores de todos los colores y de variada intensidad cualquier posibilidad puede darse.

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