Daniel Samper Ospina
27 Septiembre 2020

Daniel Samper Ospina

En el oráculo de Holmes

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Gracias a la W radio supe que la mamá de Silvester Stallone, que acaba de morir, dedicó parte de su vida a la rumpología o anomancia: la lectura del futuro a través de los pliegues de las nalgas y aledaños, vean ustedes: una ciencia paranormal que toma aquella parte del cuerpo como si fuera un verdadero oráculo, por decirlo de modo redundante.

La noticia me ayudó a aliviar una semana que resultó francamente aterradora por culpa del ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo. Qué ministro, dios santo. De reptar, siempre amable, partido tras partido, en los vericuetos de ascenso del poder, el político valluno devino súbitamente en este funcionario incapaz de ofrecer excusas decentes por los crímenes cometidos por los policías y soldados que representa, lo cual es una penosa forma de autorizarlos. En meses de lánguida gestión, únicamente se ha destacado por el tamaño de su tapabocas, enorme como su aspiración presidencial: parece un homenaje al tapen-tapen. Sirve de pashmina para su viceministra o de juego de sábanas para Luis Alberto Moreno.

El asunto es que, mientras la Corte Suprema le ordenaba pedir disculpas por los desmanes de las fuerzas militares, el ministro concentraba su energía en amenazar con denuncias a Jorge Enrique Robledo y reclamar a Gustavo Petro por haberse metido con la memoria de Carlos Holmes papá, quien, según informó el propio ministro, se ganó un premio mundial de oratoria, asunto que aún no se sabe si dijo a modo de elogio o de crítica.

Lo que se hereda no se hurta: con razón el doctor Holmes eleva él también su vibrato al nivel de los ángeles. Hace bien en defender la memoria de aquel destacado hombre público que fue su padre, quien efectivamente pasó a la posteridad no solo por la precursora oratoria grecocaldense que retumbó en los más egregios mármoles de todo concurso internacional de ese arte organizado en Buga y alrededores, sino por haber enviado el telegrama más caro de la historia cuando era senador. Costó al erario ocho millones de pesos de 1978, año en que el salario mínimo era de 2500 pesos. Es decir: con lo de aquella gracia se habría podido sufragar la nómina de Castalia, de Croydon, de Helados Holanda, de discos Bambuco, ¡de Colegial Berlón! y demás pilares de la industria nacional de aquellos años. El texto constaba de trece mil palabras y lo envió a 1723 destinatarios. El padre del doctor Holmes, pues, fue el pionero de las redes sociales: el Mark Zuckenberg de Cartago, Valle; un prócer anticipado a su tiempo que convirtió a Telecom en la semilla de Facebook.

La evidente facilidad para la oratoria que emerge de su voz gutural y rítmica, y la forma aguerrida en que ha representado a las fuerzas militares permiten suponer que el doctor Holmes será candidato a la presidencia por el uribismo. La reunión de empalme será breve:

—Mira, Carlos: acá está la guitarra, acá está el pote de gel sin abrir y te dejo el teléfono de un ingeniero que hace unas placas de inauguración grandes, buenas y baratas.

Sin embargo, la semana ha sido tan turbulenta para la estrella del gabinete que quién sabe lo que le depare el destino: ¿sobrevivirá a la moción de censura que se le viene? ¿Obtendrá la corona de “Miss el-que-dijo-Uribe”,  edición 2022?

Dado que no podremos contar con la mamá de Rocky para descifrar esos arcanos a través de la lectura de lo que rime con ellos, he decidido montar un consultorio de anomancia. Analizaré las nalgas (y aledaños) de todos y cada uno de los candidatos que pretenden sentarse, fíjense la pertinencia, en el solio de Bolívar. Ayudaré a que ingresen en los anales de la historia a través de la lectura de los suyos propios.

No hablo de realizar una lectura a Mockus, porque resultaría facilista. Pero sí a un Humberto de la Calle, a un Alejandro Gaviria; incluso a Gustavo Petro, dueño del gran derriere divisorio de la nación, del “estás a favor o estás en contra de mi glúteo, mi rabo humano, la sexta mejor posadera del mundo, superior a las mafias de otras partes del cuerpo”.

Leeré el destino a Fajardo, por si carece de pantalones; a Federico Gutiérrez, para saber si tienen rabo de paja; a Alex Char, para saber qué tan untado está. Y a candidatos bogotanos, o del altiplano, para ser gráficos, a los que por razones evidentes les rebajaré tarifas: un Vargas Lleras, por ejemplo, a quien de paso ofreceré leerle la mano. También con tarifa especial.

Pero mi cliente principal será el doctor Carlos Holmes Trujillo, ejemplo de rectitud, recto ejemplar en todos los sentidos.

Lo agarraré en plena moción de censura, con los calzones abajo, y me consagraré a la lectura de su retaguardia, para decirlo en términos militares. Seré su rumpólogo de cabecera. Con los biocuidados de rigor, analizaré pliegues y arrugas de la zona en estudio para alertar sobre sus anomalías, por llamarlas así.

—Voltéese, doctor, a ver cómo nos va a ir en este debate.

Advertiré de trampas de rivales, traiciones de aliados e incluso del exceso de picante en su dieta, que también deja signos. Y en caso de que se queme en las elecciones, le echaré cremita.

Lo hago por amor a la patria. No cobraré honorarios. A lo sumo ocho millones de pesos para volver viral el telegrama en que se anuncie su derrota.

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