Daniel Samper Ospina
26 Julio 2020

Daniel Samper Ospina

En la Colombia de 2020…

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Seguí la transmisión del 20 de julio porque, qué puedo decir, estas fechas patrióticas me ponen solemne, y en mis venas corre un caudal de sangre colombiana que me emociona cuando observo a los próceres nacionales en sus momentos de efervescencia y calor; y esta vez, ver las cientos de pantallitas en la instalación virtual del Congreso, llenas todas de congresistas barbados a los que a leguas se les notaba que de la cintura para abajo estaban en piyama, despertó en mí un orgullo nacionalista apenas comparable al que me recorre cuando juega la Selección o canta Maluma.

Por eso seguí la transmisión de la apertura del Congreso como si fuera un partido, acaso un concierto —un concierto para delinquir, si se quiere—, y se me erizó la piel con cada uno de sus sucesos: la instalación de la Cámara no solo de Representantes, sino la de cada congresista, que obligaba a observarlos con la papada en primer plano en las teletomas de Zoom; la llamada a lista, que duró lo que dura la legislatura; la intervención del presidente que, consciente de su peso, al menos en la historia, se dirigió a los colombianos con unas palabras muy sentidas, dentro de las cuales destacó su gestión de fábula, gracias a la cual hoy el país cuenta con enanitos y unicornios, y carece de asesinatos de líderes sociales.

Agregó colorido a la jornada su detalle de haber olvidado decretar la apertura oficial del Congreso, que era el principal motivo de la fecha: un pequeño descuido en que puede incurrir cualquiera, semejante al de pasar decretos sin la firma de todos los ministros. En su sabiduría, el presidente supuso que, como se trataba de una sesión virtual, la responsabilidad de la instalación era de Claro u otra empresa proveedora de internet.

Pero la elección de los cuadros directivos fue memorable, y de ella se destaca el nombramieto como vicepresidenta de Sandra Ramírez, la viuda de Tirofijo: negar la dimensión histórica de semejante suceso sería tan torpe como negar que las Farc reclutaban niños, cosa que efectivamente hizo doña Sandra. (Negarlo, digo. Y reclutarlos.). Y también, naturalmente, el arribo a la presidencia de la corporación de Arturo Char, célebre intérprete de la música vallenata quien en adelante será la voz cantante de la rama legislativa. Como buen vallenatero, es heredero de una dinastía: ya no la de los López, ya no la de los Zuleta, sino la de los Char, en la que se destacan su padre Fuad, y su hermano Alex, Descor para sus amigos de parranda: Descor Char.

Del afamado Arturo se espera que haga buena llave con el presidente cuando este lo acompañe en la guitarra en la interpretación de temas como Ausencia, inspirado en su propio récord de faltas; Sin medir distancias, en homenaje a su relación con Aída Merlano; y la salsera El preso, como guiño a sus compañeros de bancada. Será la forma en que este Billy Elliot de la política criolla concilie su sueño de ser artista con la imposición de su padre de convertirlo en senador.

Pero ninguno de los hechos anteriores superó en decibeles el episodio de Aída Avella: la vocera de la oposición, en moderna entonación que en absoluto recordaba los discursos veintejulieros de antaño, se quejó de que Iván Duque no escuchara sus reclamos, lo cual despertó una reflexión en Marta Lucía Ramírez, que se dijo a sí misma:

—¿Ah sí? ¿Está diciendo que el presidente es descortés?: ¡pues voy a grabar la prueba de que es un hombre respetuoso de la oposición, la mujer y la tercera edad!

Y acto seguido grabó a Iván Duque en el justo momento en que se refería a doña Aída como “la vieja esa”, y subió el video a sus propias redes para escándalo nacional, pobre: ¿en qué momento Marta Lucía Ramírez se convirtió en Pachito Santos? Se parece a James en el Real Madrid: ya no da pie con bola. Solo sabe calentar la banca, generalmente con decretos para protegerla.

Consciente del momento histórico de semejante escena, esta columna reconstruyó el episodio en que Iván Duque observa el discurso de la oposición en la pantalla gigante del salón de ministros, y su mujer se le sienta al lado.

Ella pregunta: “Mi amor, ¿qué están dando?”.
Él le responde: “No, es que la vieja esa está diciendo que yo no estoy escuchando”.
Ella le dice: “Pensé que era otro capítulo de Analía”.
Él le contesta: “Analía ya se acabó, mi amor, y ya le pedí a Juan Pablo Bieri que la ubique para ofrecerle un ministerio”.
Ella le dice: “¿Podemos poner algo de Netflix?”.
A lo que él responde: “Sí, pero no tengo el control. Nunca lo he tenido”.
Ella propone: “Veamos la serie de Chabela…”.
A lo que él dice: “¿La de la vieja esa?”.
Un asesor ingresa y le comenta a Duque: “Presidente, olvidó abrir la sesión”.
Él dice: “Si se refiere a la sesión de Netflix, vamos a usar la de María Juliana porque mi contraseña la tiene el doctor Uribe”.

Al final deciden pedir picadas y observar una maratón de su programa.

Cosas que pasan en la Colombia de 2020. El Congreso sesiona por Zoom. Duque olvida instalar el Congreso en la instalación del Congreso. La única banda ancha con que cuenta el país es la banda presidencial. La vicepresidenta del senado niega el reclutamiento forzado. Y el presidente del senado es un cantante vallenato que en cualquier momento entona La vieja Sara en honor a Aída Avello.

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