Daniel Samper Ospina
31 Enero 2021

Daniel Samper Ospina

Esperar casi un mes…

Me explicó entonces que, así como viajó a Miami en su momento para comprar la ropita del bebé, "porque hay cosas regaladas en Sawgrass, por los sales", según dijo, organizó un "Covid shopping", según dijo, para vacunarse sin esperas.

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La idea se me ocurrió por culpa de un vecino que exhibía, como ropa nueva, una pequeña cura a la altura de los bíceps.

—No me toque el hombro que acabo de llegar de Miami —me dijo mientras señalaba la zonita afectada.

Me explicó entonces que, así como viajó en su momento para comprar la ropita del bebé —“porque hay cosas regaladas en Sawgrass, por los sales”, según dijo—, organizó un “COVID shopping”, según dijo, para vacunarse sin esperas. Y ahora lucía la curita como si fuera una medalla.

—¿Y cuál se puso? ¿La Sawgrass? —pregunté, entre ignorante y deslumbrado.
—Sawgrass es un centro comercial. Nosotros somos muy de la Pfizer: la rusa o la china es para gente ordinaria…

Esto último lo dijo quitándose levemente el tapabocas, infranqueable ante las gotículas contaminadas que tuvieran a bien venir a su encuentro. Porque ya no temía a nadie. Ni a nada.

Nunca antes había sentido tanta envidia como entonces: ¿qué se sentirá estar vacunado de una vez, no desinfectar los pedidos de Rappi, inhalar aire a todo pulmón en lugares llenos de gente como buses de Transmilenio o funerales de Estado?

Tan pronto como entré a la casa, por eso, di instrucciones perentorias a mi mujer:

—Nos vamos para Miami —le informé.
—¿Perdón?
—No seremos menos que nadie: vamos a conseguir vacunas de Pfizer en sale…  Las rusas o chinas son para gente ordinaria.

Para impactar con el ejemplo, abrí la maleta y comencé a empacar la ropa de veraneo delante de ella. Embutí pantalonetas y chanclas, canguro y franelas de esqueleto para no tener que remangarme el glorioso día de la inoculación: visualizaba el desembarco triunfal de la familia, la fila en orden de estatura ya no para montar en una atracción de Disney, sino para quedar inmunizados. Y el regreso feliz para ventilar ante los vecinos nuestro nuevo estatus.

En Miami, además, abundan los colombianos de alcurnia que arman fiestas en veleros y las documentan en sus cuentas de Instagram, y yo soñaba con ser parte de ellos.

Así se lo dije a mi esposa.

—Pero si tú detestas el mar.
—Pero no el de Miami y no en ese plan: no en un yate, al lado de amigas en bikini, todas bronceadas: será como estar en una propaganda de Belmont…
—¿Belmont? Definitivamente eres población de alto riesgo.
—Por eso: nos vamos.

El viaje a Miami era, además, una oportunidad para renovar el clóset. Casi toda mi ropa es marca Arturo Calle, el hombre que se quiere enterrar con Uribe. Y de camisetas tengo herencias de las campañas al Senado de mi tío Ernesto de los años ochenta, que utilizo para lavar el carro y que están desteñidas por el frente y desjetadas por la espalda, como si fueran una metáfora.

Soñaba, entonces, encontrarme con personajes del estrato seis en el vuelo de moda; comentar la gravedad de la situación con los Turbay, Vicky y Miguel; coquetearles a las hermanas Lara; hacer chistes con Munir; elogiar el tapabocas de la señora Ladrón de Guevara o la señora Germán Ribón, entre otras personas con apellidos que parecen nombres completos. Llegar a Miami a hotel con piscina, para que las niñas pudieran hacer buches de agua con cloro como precaución. A la mañana siguiente hacernos pasar por indocumentados en un galpón de vacunación enorme, todos juntos, para recibir la vacuna. Y en la tarde pasear en velero con las hermanas Lara.

Quedarse en Colombia, en cambio, era esperar el naufragio: a la fecha hay congeladores para las vacunas, simulacros para las vacunas, supuestos atentados contra las vacunas, ¡hasta tutelas para las vacunas! Pero no hay vacunas. Según Caracol radio, además, Iván Duque envió a un equipo de funcionarios que no hablaban inglés a negociar las ampolletas de Pfizer, información desmentida por el Gobierno. Los imaginaba comprando tres millones de aspiradoras:

—Give me esas vacuum.

Por si faltaran desastres, el presidente no sabe conjugar el verbo querer: dice, en discurso solemne, “así lo querí”, por falta de “preparamiento”, y demuestra que su gobierno es un lapsus en sí mismo. Vestido con casco de ingeniero, y seguido por enjambres de camarógrafos, ahora inspecciona neveras vacías con circunspecto aire de científico. Y de resto no hay nada, no se sabe nada, nadie dice nada, porque no compraron las vacunas a tiempo: ¿de qué sirvieron tantos programas de televisión? ¿Esa es la paz de Santos? ¿El hermano de Duque es mamón?

Ante tanta angustia, nos queda refugiarnos en el clorito de sodio, como Natalia París; ingerir las gotas milagrosas de Nicolás Maduro. Orarle a la Virgen de Chiquinquirá, pilar del Gobierno en la estrategia contra la pandemia.

O viajar a Miami, como se lo argumenté a mi mujer, punto por punto.

Pero mi mujer es la Uribe de la relación y, después de acusarme de arribista, fue tajante:

—El presidente acaba de anunciar que hay vacunas desde el 20: si no te aguantas, entonces viaja a Bolivia, que allá ya están vacunando.

Adiós, viaje a Miami. Debemos esperar  casi un mes y enterrar  siete mil muertos más antes de poner la primera vacuna. Ojalá cumplan la fecha; ojalá no traigan una mínima tanda para la foto. Mientras desempacaba la maleta, procuré ver el vaso medio lleno. Al menos ya hay un día señalado. Y le ganamos a Haití. Y el presidente domina casi toda la conjugación del verbo querer. Y la ropita de Arturo Calle dura lo suficiente como para enterrarse con ella.

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