Daniel Samper Pizano
22 Agosto 2021

Daniel Samper Pizano

Gente que huye

El mundo es una enorme cárcel donde la mayoría de la gente huye y unas minorías, armadas o privilegiadas, cierran puertas.

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Vietnam, 1972
Vietnam, 1972

La foto es de 1972. Ante la indiferencia de varios soldados survietnamitas, cinco niños adoloridos, angustiados y descalzos andan velozmente por una carretera. Entre ellos se destaca una niña desnuda de nueve años que llora: una bomba de napalm está derritiendo su piel. Son gentes que corren...

La escena corresponde a 1975. Cientos de camboyanos forman una caótica pirámide en predios de la embajada de Estados Unidos en Nom Pen. El Jemer Rojo comunista ha tomado el poder. A la multitud que queda abandonada no la acompañará esperanza alguna: solo los gritos del silencio. Levanta vuelo el último helicóptero hacia la libertad y no cabe ningún pasajero más. Son gentes que escapan...

Con el paso de los años las imágenes se multiplican. Un niño sirio cuyo cadáver flota en el mar... Una niña hondureña que, presa del pánico, busca a su madre entre cientos de personas que pretenden pasar la frontera de Estados Unidos... Un padre salvadoreño y su hija de dos años meses ahogados en el río Bravo en la orilla opuesta de Texas, su meta... Pateras que zarpan en la clandestinidad de la noche rumbo a Europa repletas de africanos, hombres, mujeres y niños, que perecerán ahogados en los días siguientes: 52 muertos y un solo sobreviviente hace tres días en la ruta de Costa de Marfil a Canarias... Largas procesiones de familias venezolanas por las carreteras de Suramérica... Grupos de haitianos extraviados en lugares improbables del Caribe... Casi 50 mil campesinos colombianos desplazados en lo que va de año por la violencia. 

Son gentes que corren, huyen, escapan, se marchan...

La semana que termina publicó la prensa mundial la que será foto icónica de la caída de Kabul en manos de los talibanes. Son cientos de personas —oficialmente 640, aunque algunos calculan más de 800— hacinadas en el vientre de un enorme avión de carga de la Fuerza Aérea de Estados Unidos con capacidad para 102 paracaidistas. Es una imagen multicolor y tensa. Sentados casi todos en el piso, la inmensa mayoría de estos pasajeros inesperados y desesperados son jóvenes afganos. Hay algunas mujeres con hijos en los brazos. Que pueda verse, ni un solo viejo. Salvo tres o cuatro excepciones, ningún ocupante (sería ridículo llamarlos pasajeros) lleva tapabocas. Ni maletas, ni mochilas, ni nada. Lograron subir al avión con lo puesto. Seguramente ignoran que los bajarán en Qatar. Solo esperan que sea la manera de salir del infierno... 

El ya famoso vuelo del Globemaster C-17 871 del 15 de agosto pasado pretendía ser parte de un convoy aéreo de evacuaciones ordenadas. Fue imposible. Con el aeropuerto de Kabul invadido por miles de ciudadanos atemorizados, los que huían trepaban como abejas a los aviones, empujaban puerta adentro a la muchedumbre, se colaban por los orificios, trataban de aferrarse al fuselaje. Por lo menos dos murieron al soltarse del tren de aterrizaje desde la altura. Ese día, en medio del caos, lograron despegar varios C-17, algunos de ellos con una carga humana quizás superior a los 670 filipinos, el triste récord anterior, que en 2013 lograron sacarle el quite a un tifón arracimados en una de estas ballenas voladoras.

Dos días después, en Defense One, un portal sobre asuntos militares, se publicó la fotografía anónima de los afganos en la colosal cazuela. El diario inglés The Guardian fue el primero en percatarse del extraño atractivo de esa escena y le abrió su primera página. Después se ha regado por publicaciones y noticieros de todo el mundo. Bastaron pocas horas para que se incorporara al álbum de horrores de las guerras. ¿Por qué —podría uno preguntarse—, si no hay armas, ni sangre, ni heridos, ni muertos, ni uniformes militares? Quizás porque representa una muerte colectiva: la de la esperanza en un futuro mejor de estos y de millones más de jóvenes alrededor del mundo. Algunos países europeos acogerán a contados colaboradores afganos. A otros pocos les tenderá la mano Washington, su fracasado amigo. ¿Y los demás? 

Los demás, o casi todos los demás, pasarán a formar parte durante meses o años de los extensos campamentos de plástico que atienden la Cruz Roja y las Naciones Unidas. Son jóvenes que padecen las atrocidades de sus padres y de los padres de otros jóvenes que viven en lejanos países, hablan lenguas incomprensibles, beben alcohol y comen chuletas de cerdo. Desde la antigüedad, los hijos han heredado odios, guerras, pobreza, discriminación, injusticia. Extensos y viejos poemas relatan proezas detrás de las cuales siempre hay vencidos sin nombre y sin estatuas. La épica no es la historia de las hazañas militares sino la de los pueblos que se desplazan para que no los maten. El mundo es una enorme cárcel donde la mayoría de la gente huye y unas minorías, armadas o privilegiadas, cierran puertas.

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