Pide un sánduche doble y da la orden de partir en dirección a Dubái. Allá podrá negociar con los jeques árabes su ingreso a Colombia para la explotación minera, en especial en el páramo de Santurbán.
Son las 6:17 de la tarde y baja la temperatura en Glasgow. El intrépido presidente de Colombia, Iván Duque, acaba de sentarse en la primera silla del FAC 001 con una sonrisa de satisfacción. Ha realizado el viaje más provechoso de su gobierno, y lo sabe: más provechoso aun que aquel que hiciera a la Unesco, cuando enseñó a los presentes la importancia de la economía naranja a través de los siete enanitos de Blancanieves.
Las turbinas del avión se han encendido. María Paula Correa, su mano derecha, toma lista de la comitiva para asegurarse de que no falte nadie.
—¿Duque Iván?
—¡Presente!
—¿De Duque María Juliana?
—Presente.
—Duque Andrés…
—¡No vino! —grita Andrés Duque y acto seguido lanza una risotada.
—No sea mamón, Andrés —lo reconviene su hermano.
Media hora después, la diligente María Paula Correa ha conseguido evacuar el llamado a lista de los miembros de la familia Duque que asistieron al viaje: falta apenas verificar la presencia de las otras 140 personas que el presidente de la República ha decidido llevar a modo de respaldo para sus impecables intervenciones sobre el cambio climático. En la comitiva viajan verdaderas autoridades ambientales.
—¿Echeverry Luigi? —pregunta la bella María Paula.
—¡Presente!
—¿Alto comisionado para la Austeridad en Viajes Presidenciales?
—¡Presente!
—¿Alto gerente para la Alimentación Presidencial?
—Presente.
La verificación de la comitiva toma 47 minutos adicionales, tiempo suficiente para que el presidente rememore su jornada apoteósica. Lo ha hecho de nuevo, sonríe. Mientras su hermano Andrés, bromista, propone una guerra de “gatos” al edecán presidencial, el primer mandatario rememora satisfecho lo que acaba de lograr: ya puede decir, orgulloso, que obtuvo fotos con los mandatarios más importantes del mundo. El presidente de Canadá, el primer ministro de Inglaterra, incluso el príncipe de Gales, con quien pudo conversar.
—Su Majestad: que saludos le envía Andrés Barreto, Lord Barret. Que lo quiere mucho —le dijo.
Pero en especial consiguió reunirse en un pasillo con el escurridizo presidente Joe Biden: ¿qué dirán ahora aquellos críticos que le echaban en cara haber apoyado la candidatura de Donald Trump al observar que tuvo una cordial y muy franca conversación con Biden sobre problemas y perspectivas de Colombia y de la región?
No resultó sencillo. La canciller y 29 de los embajadores que se trasladaron a Glasgow diseñaron la estrategia: el embajador Pinzón montó guardia en el estrecho corredor por el que defectiblemente el señor Biden tendría que pasar. Según el plan, tras el silbido de santo y seña del embajador, el presidente Duque debía aparecer casual y súbitamente para quedar frente a frente con el abuelo más poderoso del mundo.
La discusión consistía en resolver si debía hacerlo con tapabocas o sin él.
—Es mejor con el tapabocas, Iván: si no, puede molestarse —sugirió la vicepresidenta.
—Pero con tapabocas pueden pensar que el de la foto es cualquier señor regordete y canoso —advirtió, estratégico, Hassan.
—Pero si se quita el tapabocas, Biden podría reconocerlo… y evitarlo —terció Pinzón.
—¿De verdad crees que Biden reconocería a Iván? —lo aterrizó la canciller.
Al final optaron porque el presidente se quitara el tapabocas y saludara con puñito al mandatario americano en una escena que significa el mayor de los logros de su política exterior.
Las jornadas eran agobiantes, pero el presidente había conseguido hacerse notar como líder ambiental. Un grupo de personas lo había increpado en la calle por los dudosos triunfos ecológicos de su gobierno, pero ninguno le hizo mella. Al revés: acostumbrado a crecerse en la adversidad, con más bríos hizo presencia en una mesa redonda al lado de otros mandatarios.
—Ven tú conmigo, niño ambientalista, para conmoverlos…
—Yo soy el ministro Malagón, presidente.
—Ah.
No fue el único evento en que brilló. En una intervención preparó un informe minucioso sobre los inconmensurables logros ambientales de su gobierno: haber reforestado ya no digamos la Amazonía, sino el medio campo del América de Cali con todo tipo de troncos. Y echó mano de una mentira piadosa sobre su compromiso con el cuidado de los líderes ambientales.
—¡Mi gobierno pidió aprobar de emergencia el acuerdo de escasez! —bramó.
—Es Escazú, presidente.
—Eso.
Se abrocha el cinturón de seguridad. María Paula Correa ha terminado de verificar el quórum. Si la humanidad quería conocer a un líder ambiental de las nuevas generaciones, acaso más maduro que Gretha Thunberg, ahí lo tienen.
Pide al alto consejero para la Alimentación Presidencial un sánduche doble y da la orden de partir en dirección a Dubái. Allá podrá negociar con los jeques árabes su ingreso a Colombia para la explotación minera, en especial en el páramo de Santurbán: ¿a cuenta de qué tener agua cuando se puede tener oro?, se pregunta. Ni que siguieran en Glasgow. Con la mina conseguirá acabar la escazú del pueblo, se dice a sí mismo. O la escasez.
El avión despega mientras el presidente piensa convocar a sus ministros y cancilleres para crear una estrategia que le permita tomarse una foto con James Rodríguez en tierras árabes. Suspira a su gusto. Las decenas de miembros de la familia Duque se acomodan para dormir. Justo cuando están a punto de lograrlo, el hermano Andrés chifla y aplaude. Mucho mamón.