Ana Bejarano Ricaurte
30 Octubre 2022

Ana Bejarano Ricaurte

ISLAS A LA DERIVA

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Lo que ocurre en San Andrés, Providencia y Santa Catalina ya califica como calamidad humanitaria. Y resulta difícil sorprenderse porque el abandono del Estado colombiano frente al archipiélago ya es una consigna incontestable. Las islas se hunden tras dos siglos de ausencia de políticas de desarrollo, de reconocimientos materiales al pueblo raizal, de pura y física injusticia e indolencia. 

La historia del único departamento por fuera de la Colombia continental da cuenta de otro capítulo en la predecible serie de las promesas incumplidas de nuestro Estado. Fue en 1822 cuando la población inglesa de las islas −colonos, por supuesto− declaró su adhesión a la Constitución de Cúcuta. Hasta 1912 fue una provincia olvidada del departamento de Bolívar. Gustavo Rojas Pinilla lo reconoció como puerto libre en 1953, con el fin de apaciguar la inconformidad de la población originaria, aunque en realidad sirvió para consolidar la acumulación de capitales de inversionistas blancos. La Ley 1ª de 1972 la convirtió en una intendencia especial, pero solo hasta la Constitución de 1991 fue reconocido como un departamento.

Todas las acciones concretas y certeras del Estado colombiano frente a las islas las han guiado dos intenciones: la reafirmación de la soberanía y la respuesta inmediatista e ineficiente frente a desastres naturales. Como en 1980, cuando la Junta Sandinista en Nicaragua desconoció el Tratado Esquerra-Bárcenas y reclamó su soberanía sobre el archipiélago, la reacción de Julio César Turbay fue llenar las calles de militares para sacar los dientes y llevar la televisión a Providencia. Bolillo y circo.  La Colombia continental recuerda especialmente a las islas cuando Nicaragua las reclama. O cuando las sacuden desastres naturales, como el huracán Julia, que arrasó con lo poco que aún quedaba. 

Lo que sí ha dejado su sello es la corrupción flagrante que ha gobernado en la isla por décadas. Aunque se han elegido funcionarios raizales, muchos han resultado exponentes de la más burda podredumbre colombiana. El último ejemplo, el gobernador Everth Hawkins, está siendo procesado ante la Corte Suprema de Justicia por los delitos de peculado por apropiación y contrato sin cumplimiento de requisitos legales. Hawkins ha hecho poco por proteger al pueblo pesquero, o por promover el desarrollo social y económico de las islas, pero sí ha estado presto a firmar contratos a diestra y siniestra, al ampararse en las declaratorias de emergencia por cuenta del covid-19 y los huracanes que destrozan las costas cada vez que rozan el archipiélago. 

Hawkins dejó su cargo hace semanas, aunque no formalmente, y anunció que encargaba a un secretario de su administración. La Corte le permitió defenderse en libertad y sí que la ha aprovechado, en todas partes menos en la Gobernación.  

Lo cierto es que el abandono, la ausencia de política pública de desarrollo y el desconocimiento de las formas propias del pueblo raizal han conducido casi a un genocidio racial. La posible exterminación del pueblo raizal es la consecuencia indirecta de un Estado que solo ve en las islas un centro vacacional que puede exprimir a su antojo. Como los lucrativos y cuestionables negocios del esposo de la exvicepresidenta Martha Lucía Ramírez. Elocuente paradoja de este desastre, porque mientras el gobierno Duque incumplió todas sus promesas y realizó cuestionables inversiones, el segundo hombre de la nación andaba feliz engordándose los bolsillos.  

Pulula la violencia, no hay orden público sino el impuesto por bandas criminales que allá tienen sede por cuenta del importante lugar de tráfico que representa. Indiferencia, corrupción, violencia, caos y miseria.  

Por eso no es sorpresa que en cualquier calle de Providencia hablen de los colombianos como si fueran extranjeros. Tal vez porque lo somos. Y entonces se explican los movimientos secesionistas que existen en el archipiélago desde el siglo pasado. Porque esa es una nación distinta, olvidada por Colombia, condenada a la pobreza y a la explotación salvaje. Tampoco creo que sean nicaragüenses, pero es algo que solo puede clamar la población raizal. 

Ojalá sea este el gobierno que los escuche, que piense las políticas públicas con ellos y para ellos, que ponga a funcionar el turismo y las zonas francas para el bienestar de la gente raizal. Menos obsesiones por reclamar la propiedad sobre un territorio que tal vez nunca ha sido realmente colombiano; son, desde hace siglos, unas islas a la deriva.  


Cambio Colombia
Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más columnas en Los Danieles

Contenido destacado

Recomendados en CAMBIO