Ana Bejarano Ricaurte
18 Septiembre 2022

Ana Bejarano Ricaurte

LA DESACREDITADA

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Muchas veces he escuchado un proverbio que parece resonar con especial trascendencia en Colombia: “hay dos clases de abogados: los que conocen la ley y los que conocen al juez”. Y en este país sí que hay todo tipo de abogados, pues somos más de 400.000 inscritos con tarjeta profesional y 355 por cada 100.000 habitantes. Una de las tasas más altas del mundo.  

Estamos por todos lados. Alce una piedra en Colombia y aparece un abogado. Como lo han explicado los profesores Mauricio García Villegas y María Adelaida Ceballos: en la profesión jurídica en Colombia hay mucho mercado y poco Estado. Porque a pesar del exceso de juristas, falta regulación, tenemos un sistema de justicia que funciona a las patadas y una población con enormes limitaciones para acceder a él. Un poder público que al incumplir su deber de consolidar la paz social alimenta la violencia y el caos.  

Para acceder a un buen número de cargos públicos hay que ser profesional del Derecho aunque la sana lógica apunte hacia la mayor idoneidad de otros conocimientos. Casi todos los presidentes que han desfilado por el Palacio de Nariño son abogados. Portamos un importante megáfono en la plaza pública nacional y por eso somos también responsables de mucho de lo malo que acontece. 

Se desconfía de nosotros y a veces con razón. Es una profesión que anda sola, de espaldas a la realidad social que está llamada a servir. ¿Cuántos escándalos de corrupción no son habilitados y protagonizados por los abogados que encuentran el vericueto, falsifican los papeles o sobornan al que toque?     

Por eso no debería sorprendernos lo revelado por Daniel Coronell en varias de sus entregas del #ReporteCoronell en WRadio, sobre las irregularidades protagonizadas por el exrector de la Sergio Arboleda, Rodrigo Noguera. Un notable abogado que, entre otras travesuras, convirtió las aulas en escenario de todo tipo de lobby judicial. Pilatunas que esta semana le costaron la acreditación de alta calidad a ese centro educativo. 

Y la verdad −lo sabe todo el mundo− no es la primera vez que eso ocurre. Muchos rectores, profesores de Derecho y juristas eminentes utilizan su poderío para influir en los jueces, y no en los estrados con argumentos, sino en almuerzos y tertulias pomposamente corruptas. El lobby judicial es una de las actuaciones que más hemos normalizado en la profesión jurídica en Colombia. Parece corriente porque en ella incurren personas supuestamente respetables, que utilizan el velo de la academia para torcer el mazo a su favor. 

El cabildeo judicial es la respuesta mediocre y perezosa al litigio decente. Es también la salida de quienes cuando no tienen la razón, la compran. En una de las conversaciones que reveló Coronell entre Rodrigo Noguera y la fiscal Angélica Monsalve, el exrector llama a la funcionaria, deletreando con acento grave, “RI-DÍ-CU-LA” por sugerir que intervenir ante los jueces y fiscales por fuera de los despachos es tráfico de influencias. Le explica que ella no conoce “la sociedad y el mundo”. Y tal vez en eso tenía razón el cuestionado jurista. Porque esa es una realidad silenciada que pretende pasar por amiguismo lo que es simple y llana corrupción. 

Entonces cómo esperamos que la gente piense bien de los abogados, que confíe en que somos capaces de contribuir a la vigencia del pacto social si en las facultades de Derecho se gestan muchos de los males que corroen el sistema. Porque cuando fallamos los profesores, después faltan los abogados y así se desmorona la justicia entera.   

Y claro, hay gente buena, proba, generosa, pero ya es hora de apagar el aplausómetro en el que nos gusta regodearnos a los “doctores” y asumamos nuestra parte en este desastre. El primer paso debe empezar por sanear los centros de estudios de tantas mañas insanas.   

Es lamentable la consecuencia del entramado de corrupción de la Sergio Arboleda para los estudiantes de esa institución. Para los padres que pagan con esfuerzo las matrículas que ahora producirán títulos académicos “desacreditados”. Pero los efectos de estas prácticas tienen peores consecuencias para el sistema judicial y es hora de poner esa grotesca intriga por encima de la mesa. Porque las acreditaciones de las facultades van y vienen, pero la de la profesión jurídica parece eternamente de universidad de garaje. 

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