Daniel Samper Pizano
3 Mayo 2020

Daniel Samper Pizano

La importancia de llamarse Daniel

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Pues sí, tenían razón Serrat y Sabina: no hay dos sin tres. Diversas, curiosas, recientes y poco ejemplares circunstancias produjeron el milagro de unir a dos de los pocos Danieles que escriben en la prensa colombiana, y antes de que se dieran cuenta ya son tres. Somos tres. El tercero, sobra decirlo, soy yo. He aceptado un cupo en este portal sin techo o este techo sin portal (no sé bien cómo es la cosa), porque estoy convencido de que estas seis letras empiezan a ser una marca, no un mero nombre. Quiero revindicar los derechos de todos los Danieles que en el mundo han sido.

Me bautizaron así en memoria de mi abuelo, que murió en 1943 (de lo contrario, ya seríamos cuatro los Danieles columnistas). Ignoro cómo y por qué se coló ese nombre en una familia donde abundan los Chepes, los Santiagos y los Migueles, pero Danieles activos solo somos dos.... que yo sepa. Era muy famoso y muy querido mi abuelo en la familia, de modo que en la pila no me pusieron un nombre sino una condecoración. Por cuenta de tan onerosa carga sufrí mucho durante mi infancia con las comparaciones entre abuelo y nieto. El “otro” Daniel jamás habría copiado un examen... El “otro” Daniel jamás había llamado “vieja bestia” a una tía... Cuando “este” Daniel hacía algo impropio del otro, mi abuela me castigaba cambiándome el nombre y me llamaba Damián.

Odié ese legado no pedido hasta que vi una película en que un valeroso Daniel convivía en un foso con leones que le lamían las sandalias y, a pesar de eso, lo respetaban. Averigüé antecedentes y resultó ser Daniel, profeta menor, el único personaje que ríe a barriga suelta en el Antiguo Testamento. Daniel era sabio, hábil para atrapar tramposos y protector de la mujer desvalida. Por otra parte, el león constituía una señal divina que supo captar a tiempo el Independiente Santa Fe. ¿Quién propuso en el club que adoptara un imponente felino como mascota? Yo. ¿A quién le encargaron de que lo consiguiera y trajera a Bogotá? A mí. ¿Quién me extendió su invisible mano protectora para lograr semejante hazaña? Él. El primer Daniel. El profeta. El auténtico Danny.

Dada la trascendencia del personaje, es difícil creer cuán poco se emplea su nombre. No existen San Falcao, San Jefferson, San Yerry ni San Wilmar; pero sus tocayos están en la selección Colombia. En cambio, ninguno de los pocos Danieles disponibles para tan alto menester ha sido escogido. La discriminación es general. Ni siquiera uno de los Danieles más famosos, Daniel Defoe, el de Robinson Crusoe, ha recibido el homenaje que merece en estos tiempos de coronavirus por su formidable Diario de la Peste (1722). Se ha citado más a Laureano Gómez que a Defoe, pero no como virus sino como escritor. Otro homónimo de fama universal, Daniel el Travieso, no se llama Daniel. Su nombre original en inglés es Dennis, que significa Dionisio. ¡Dionisio! Y eso que un Daniel a tiempo puede cambiar la historia, como lo logró Daniel Cohn-Bendit, Dany el Rojo, en el París del 68. Otro francés, el cardenal Danielou, se hizo célebre al morir en 1974 en pleno acto sexual. Eso sí, disfrutaba con una hermosa rubia de 24 años y no con monaguillos ni sacristanes, que quede claro.

El cine tiene pocos Danieles: Danny Kaye, un pelirrojo bastante simple, el genial Daniel Day-Lewis y un reciente 007, Daniel Craig. La música, en cambio, ha aprovechado más el nombre que otras artes. Por ejemplo: Danny Daniel, cantante español, ordeña la marca al cuadrado. Los Daniels, quinteto mexicano de rock, se autodenominan así pese a que solo incluyen a un Daniel. Es posible encontrar cuatro o cinco Danielas que cantan profesionalmente. Una de ellas, la Mori, sufrió una isquemia el año pasado, pero ya está bien, gracias.

Durante años pensé que nuestro himno nacional era mejor que La Marsellesa y que uno no debe ponerles a los hijos el nombre de los padres. Pero el ser humano es oscilante y cambiante, y al enfrentar la vida real sufrí un doble trauma: me decepcioné del himno y bauticé Daniel a mi único hijo varón, el que sale en un video hablando de su puto libro (En eso también me copió). “Te vas a arrepentir --me advirtió mi mujer--. Con el nombre, el niño heredará tu historia”. Como siempre, tenía razón. A los veintipico años, cuando el chino era un manso profesor de literatura, le ofrecieron una columna en una revista y aceptó. En esa época yo escribía en El Tiempo, así que fuimos dos columnistas con el mismo nombre. Como el segundo apellido marcaba poca diferencia, le propuse que adoptara el apelativo de Juan Daniel, para volverlo más tarde Juandé y evitar que tropezáramos en la misma piedra. Alegando el orgullo de llevar mi nombre, se negó a ser Juandé y además me pidió plata prestada.

Al principio DSO heredó mis pequeñas glorias y mis tenaces enemigos. Ahora es al revés. Yo soy su heredero. Por eso estoy aquí, y, gracias a la coincidencia de nombres, publico al lado de mi admirado Daniel Coronell y mi desobediente pre ex Juandé.

Calzo de nuevo los guayos motivado por la necesidad de apoyar la independencia de la prensa, parcialmente secuestrada por el dinero. Visitaré este espacio cada vez que pueda o cada vez que quiera. Alzaré la mano y saltaré a la cancha. Como en los viejos tiempos.

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más columnas en Los Danieles

Contenido destacado

Recomendados en CAMBIO