Daniel Coronell
20 Junio 2021

Daniel Coronell

La novela pendiente

Mercedes debió vivir esos segundos de duda, de tensión entre la sospecha y la debida cortesía con alguien aparentemente amable. Ese horrible predicamento cuando uno tiene que escoger entre pasar por tonto o por grosero.

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Martha Catalina Daniels era en ese 1997 uno de los personajes más sonados de la política colombiana. La congresista que años después sería asesinada por orden de su propia hermana, era en ese momento célebre por ser la autora de una ley de televisión despótica que buscaba castigar a los noticieros que habían denunciado la narcofinanciación de la campaña del entonces presidente Ernesto Samper. Aunque varios noticieros de televisión estaban en la mira para nadie era un secreto que el principal blanco de la iniciativa era QAP, dirigido por María Elvira Samper y María Isabel Rueda.

En busca de alternativas jurídicas para detener la arbitrariedad –que finalmente se consumó– las directoras de QAP invitaron a unos periodistas y accionistas de noticieros a una reunión. En la mesa estaban sentadas las Marías, como todo el mundo las llamaba; Yamid Amat, el director de CM&; Andrés Pastrana, quien aún no había sido presidente y como candidato había hecho públicas las comprometedoras grabaciones que fueron el primer indicio de la financiación de la campaña de Samper, asistía además porque el Noticiero TVHoy era propiedad de su familia; el abogado Camilo Gómez invitado por Pastrana para dar un punto de vista legal y yo, que era director y accionista de NTC.

La reunión estaba por terminar cuando llegó Gabriel García Márquez, accionista de QAP. La aparición no esperada del escritor causó revuelo en la mesa y la sensación de que la conversación debía volver a empezar. Él no estaba tan interesado en los argumentos jurídicos como en lo que significaría la desaparición del pluralismo informativo para la democracia colombiana. Recuerdo haberlo oído decir que el presidente estaba armando el tinglado para entregarle la televisión a los grupos económicos como pago por haberlo sostenido en la silla. La historia confirmó que tenía razón.

García Márquez se sentó y escuchó con atención las conclusiones de la reunión, hizo un par de sugerencias y después se interesó por una historia que empezaba a contar Yamid.

Se trataba de la aventura de un muchacho colombiano que había llegado a Miami como polizón en el tren de aterrizaje de un avión y había terminado convirtiéndose en un estafador de talla mundial. Disfrazado con diferentes atuendos, imitando voces, haciéndose pasar por millonarios y millonarias, suplantando a clientes de hoteles de lujo, dominando los detalles de la vida familiar de sus víctimas, hablando varios idiomas y recorriendo el mundo con tiquetes de avión robados o comprados con tarjetas de crédito falsificadas, Juan Carlos Guzmán Betancur había alcanzado una inmensa notoriedad y un prontuario criminal pocas veces igualado.

García Márquez estaba extasiado con el cuento. Con meticulosidad de cronista preguntaba por los detalles. Se reía de las creativas tretas del pillo y de la ingenuidad de sus víctimas. Lo comparó con el embajador de la India, un seminarista opita que en los años cincuenta suplantó a un diplomático hindú para hacerse atender como un rey hasta que un viejo compañero de colegio lo reconoció.

La intensa conversación debió durar unos 15 minutos. Yo no dije una palabra pero quedé con la grata sensación de haber asistido al nacimiento de un proyecto literario de García Márquez porque sentí que estaba juntando detalles para narrarlos después. Terminó diciendo que Guzmán era un personaje digno de novela y que las historias de los estafadores siempre lo habían seducido.

Aunque tuve la oportunidad de ver a Gabriel García Márquez algunas veces más –la última fue en Monterrey, México, en 2007– nunca me atreví a preguntar si había considerado escribir la historia de los estafadores que tanto le atraía.

Lo increíble es que el libro Gabo y Mercedes: una despedida, escrito por su hijo Rodrigo García, cuenta que García Márquez fue víctima póstuma de un ingenioso estafador.

Días después de la muerte del escritor llegó a tocar a su casa de la Ciudad de México, un hombre preguntando por Mercedes. Pidió que lo anunciaran como el señor Porrúa. Ella convencida de que se trataba de un miembro de la familia fundadora de la Editorial Porrúa, una de las más reconocidas de Latinoamérica, lo hizo seguir.

El hombre, de finos modales, le preguntó por sus dos hijos por nombre propio. También averiguó por la asistente de García Márquez quien salió a saludarlo y no se atrevió a decir que no lo reconocía. Después de las condolencias de rigor, el visitante le contó a Mercedes que su carro se había averiado por el camino pero que le pidió a un amigo que lo trajera porque sentía el deber moral de expresarle personalmente su pesar. Y ahí llegó el sablazo: Le dijo que necesitaba 200 dólares para reparar el carro y regresar a su casa.

Mercedes debió vivir esos segundos de duda, de tensión entre la sospecha y la debida cortesía con alguien aparentemente amable. Ese horrible predicamento cuando uno tiene que escoger entre pasar por tonto o por grosero.

El libro señala “Mi madre le da el dinero en efectivo, el hombre sale y nunca se vuelve a saber de él. Más tarde descubrimos que es un reconocido estafador. Al enterarse, mi madre se ríe a carcajadas”.

Quizás García Márquez se hubiera reído también.

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