Daniel Samper Pizano
21 Junio 2020

Daniel Samper Pizano

La sangre que no cesa

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Aydali Ortega, una víctima más.
Aydali Ortega, una víctima más.

Estanislao Merchancano era compañero de Agustín Agualongo en la conmovedora, valerosa y equivocada odisea que emprendió un grupo de mestizos de Pasto en pro de la Corona española y en contra de la Independencia. Agualongo y su estado mayor caen por una traición, y el jefe pide clemencia para uno de sus oficiales, Merchancano, joven y prometedor. En apariencia la obtiene. Durante un tiempo, el alcalde de Pasto lo trata con amabilidad y lo llama “compadre”. Una noche de 1824, cumpliendo órdenes del tal compadre, el capitán que escoltaba a Merchancano le corta la cabeza con su machete.

No iba a ser la primera ni la última vez que un caudillo popular resultaba asesinado en Colombia. La historia de este país se caracteriza por la desigualdad, la violencia y la impunidad. Aquella noche moría en Pasto un mestizo. Pero ya habían caído antes blancos, negros e indígenas, miles de indígenas... En 1538 gobernaba en la sabana de Bogotá el último jefe muisca, Zaquesazipa. Gonzalo Jiménez de Quesada buscaba Eldorado y creyó que el cacique conocía el lugar del tesoro, así que, imitando la traición de Francisco Pizarro a Atahualpa en el Perú cinco años atrás, lo conminó a llenar un rancho con objetos de oro. Como la riqueza chibcha no dio para tanto, Zaquesazipa fue torturado con hierros calientes hasta morir.

El río bermejo de la violencia contra los líderes sociales de Colombia fluye, pues, desde hace cinco siglos y abraza todo el mapa. A Merchancano lo asesinan en Pasto. A Zaquesazipa en Bogotá. En la costa atlántica algunos recuerdan las hazañas de los negros cimarrones que se alzaron a fines de 1599. Su líder era Benkos, Domingo Biohó, “brioso, valiente y atrevido” (Fray Pedro Simón), que dirigió una rebelión de esclavos y montó un palenque en Cartagena. Tras catorce años de conflicto, el caudillo negro y el gobernador español firmaron la paz. Benkos y su gente regresaron a la villa: él, con ademanes de rey de su tribu y ellos, como guerreros en reposo. En 1619, cuando Domingo paseaba a la sombra de las murallas, lo detuvieron por orden de un nuevo gobernador que lo consideraba peligroso. Fue ahorcado y descuartizado el 16 de marzo de 1621. Dentro de nueve meses se cumplirán cuatrocientos años. ¿Quieren apostar a que en esa fecha no habrá homenajes?

José Antonio Galán (1741-1782) no era indígena ni negro sino criollo, hijo de gallego errabundo y campesina santandereana. Fue siervo sin tierra durante años en las haciendas tabacaleras hasta que, enardecido por la opresión de los tributos que pagaban los campesinos, encabezó en Santander una revuelta popular que se extendió a Boyacá, Cundinamarca y el Tolima. En 1781 desembocaron en Zipaquirá 20.000 comuneros que lo seguían. Aterrado, el virrey firmó una capitulación o tregua con la cual, paradójicamente, Galán no estuvo de acuerdo. Tenía razón. Disuelto el movimiento, el gobierno desconoció lo acordado, detuvo a Galán y lo condenó a la horca y a que “se le corte a cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes y sea pasado por las llamas... declarada infame su descendencia... asolada su casa y sembrada de sal”.

Ancho y antiguo es el mosaico de magnicidios colombianos: Sucre, Arboleda, Obando, Uribe Uribe, Gaitán, Lara, Cano, Galán, Pizarro, Gómez Hurtado, por nombrar solo algunos. Pero estos nombres los conocemos y algunos perduran en monumentos. Los mártires populares, en cambio, son polvo del olvido. De esa horda anónima de caudillos de la gleba asesinados forman parte miles de mujeres a las que se niega incluso el derecho a mención. Identificamos apenas unas pocas. La cacica Gaitana, capitana popular de seis mil indígenas, cuyo hijo fue torturado y muerto por conquistadores en presencia de su familia. Policarpa Salavarrieta, cuyo valor aún resuena en la plaza mayor de Bogotá, donde la fusilaron en 1817. Antonia Santos, que corrió la misma suerte dos años más tarde en El Socorro. La legendaria tolimense Carlota Armero, ejecutada en 1816 a los dieciséis años.

Quiero agregar a ellas un nombre y un rostro. Los de Aydali, Yadi o Idaly Ortega Marulanda (es de llorar: ni siquiera sabemos su nombre correcto), jefa de la junta comunal de la vereda los Hispanos, municipio de Vijes, Valle del Cauca. Fue enfermera en el hospital municipal y trabajó sin descanso por los campesinos de la región. En 2015 denunció ante las autoridades amenazas en su contra. Dos años después asesinaron a su esposo. El pasado 13 de mayo, cuando se dirigía a encontrarse con sus dos hijos, le vaciaron desde una motocicleta la carga del revólver. Su expediente duerme en la Fiscalía arrullado por la impunidad.

Son cientos los líderes populares asesinados en los últimos años en Colombia. Si alguna misión cabe a las nuevas generaciones de este país es detener la cruel hemorragia que fluye desde hace cinco siglos y que los demás no hemos podido frenar. Ningún colombiano debería dormir en paz con semejante pesadilla de cruces sobre nuestras conciencias. Sobre todo, ninguna autoridad.

Esquirla. Ahora dizque resulté pariente del negrero caucano Julio Arboleda (1817-1862). Mejor: ya no solo propongo sino que exijo, como sobrino lejano, que se derribe su estatua y que me manden el trocito de bronce que me corresponde por herencia.

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