Antonio Caballero
20 Diciembre 2020

Antonio Caballero

Leyes admirables

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Ahora resulta que en Colombia los ríos y los nevados y los parques naturales tienen derechos, como las personas. Son leyes que pasan en el Congreso, admirables. Como se aprueban otras leyes igualmente admirables que prohíben la tala de las selvas amazónicas  (aunque habría que mirarles los "micos" que los parlamentarios les cuelgan: "los gobernadores  del Guaviare y el Putumayo podrán en consecuencia autorizar la tala de las selvas... etc.") De las otras selvas ya no quedan. Son potreros de ganado, o, en el mejor de los casos, fincas cafeteras. ¿Las de la muy cantada colonización antioqueña, con su culto al hacha? Les pasó lo mismo que a aquel perro andariego del bambuco "que se tragó la montaña". Queda sólo su recuerdo en el monumento al hacha devastadora en la ciudad de Armenia, capital del Quindío.

Y las llamo admirables en el mismo sentido irónico con que Simón Bolívar, cuando vió la composición del Congreso de 1830 que lo obligó al exilio y a la muerte, lo llamó "Congreso admirable". Yo no soy el Libertador, claro. Pero puedo, a veces, compartir su opinión.

Muy loables esas leyes, sin duda. Y, por supuesto, muy políticamente correctas. Pero es inevitable, visto lo que hemos visto, dudar de la capacidad -y sobre todo de la voluntad- del Estado colombiano para cumplir o hacer cumplir esos admirables propósitos, como en otros asuntos: el más grave y urgente, el de detener la matanza de líderes populares. Entre otros, precisamente, los que se oponen a la deforestación causada por la expansión de las siembras de coca y por la intrusión de las empresas madereras y mineras en las selvas del sur.  ¿Intrusión? ¡Nooo!  Perdón. Eso en Colombia se llama "confianza inversionista".

Un aparte, como en el teatro. Leí en estos días en un periódico extranjero que la destrucción y transformación de los recursos naturales, desde el petróleo hasta las pieles de animales, ha llegado a tal punto en el último siglo que hoy el peso global de los productos fabricados por el hombre supera el peso total de la biomasa viva terrestre: vegetal, animal, e incluso humana, a pesar de nuestra irrefrenable tendencia a reproducirnos sin medida. "Exponencialmente", como se dice ahora para todo. "Seréis como las arenas del mar", le prometió Dios a no sé cuál de nuestros bíblicos antepasados. Y en eso estamos. Todavía nosotros los seres humanos no, pero ya nuestras micropartículas de plástico son más numerosas que las arenas del mar.

Con lo cual estamos destruyendo el planeta en que vivimos. Del que vivimos. Del que comemos. Al que nos comemos. Desde hace años circula por ahí un  discurso, al parecer apócrifo pero sin duda certero, de un jefe indio pielroja que advierte que no es posible comer dólares, por mucho que se multipliquen.

Y nosotros los colombianos, a la destrucción, respondemos con leyes que se saben inanes desde que son votadas entre las risotadas del Congreso. Esa jaula de grillos que tenemos, en la que hay no sé cuántos partidos insignificantes y unos cuantos representantes y senadores sin partido, que no se representan sino a sí mismos y sus propios intereses.

Por eso leo con cierto escepticismo la noticia de que, según el ministro de Ambiente, el Estado se compromete a detener la rápida deforestación de la Amazonia colombiana para el año 2030. ¿Acaso no son los políticos regionales los que la encabezan o directamente la aprovechan?  Y además ¿no vive de esa devastación mucha gente, sea por los cultivos de coca que el gobierno expande con sus fumigaciones o sus erradicaciones forzosas, o por la tala misma? Y, claro está, la cadena del aprovechamiento va más lejos: el mundo, el mercado global, necesita cocaína y necesita maderas finas. De ahí salen.

Pero bueno, ministro y congresistas: ¡adelante!
........

NOTA:
  Alguien me está suplantando en Twitter, donde yo no estoy. Dice en mi nombre cosas que yo no digo ni pienso. Y me ofende que haya quien crea que esa tosca prosa es mía. Y esas palabras insultantes: "ratas, pollinos, jumentos". Yo nunca he insultado a nadie. Y nunca se me ocurriría firmar "Antón".

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