A Colombia siempre le han sobrado caudillos y faltado líderes. Así lo demuestra la historia patria y así lo prueba el doloroso presente que vivimos.
A Colombia siempre le han sobrado caudillos y faltado líderes. Así lo demuestra la historia patria y así lo prueba el doloroso presente que vivimos. La diferencia es mucha. El caudillo es el individuo que incita a una multitud para que se lance a la piscina, y solo después se entera de que no tenía agua. El líder es el que primero averigua si hay piscina.
Uno de los colombianos que mejor ha estudiado el fenómeno del mando político es Orlando Fals Borda. Según el maestro barranquillero, el caudillo es un gamonal venido a más, un jefe extraordinario típico de sociedades agrarias tradicionales que ofrece metas colectivas de felicidad y progreso a base de carisma, ímpetu militar y autoritarismo. Calcula el caudillo que esto solo se logra “por imposición desde arriba, con mano fuerte a veces, sobre un pueblo ignaro en su mayoría marginado de los conflictos ideológicos”. El autor considera en su libro Historia doble de la costa: el presidente Nieto que el caudillo es una especie extinguida en Colombia. Caudillos fueron en el siglo XIX, por ejemplo, el propio Juan José Nieto (único afrodescendiente que ha ocupado la presidencia de Colombia), Tomás Cipriano de Mosquera, José María Obando, Benjamín Herrera y Rafel Reyes. El problema es que cuando Fals Borda murió, en 2008, Uribe estaba en la mitad de su segundo mandato y entonces solo se asomaba su perfil de dinosaurio caudilloide de otros tiempos, que impone presidentes, exhibe ímpetu militarista y preconiza la mano fuerte.
El líder atrae también con el magnetismo de su carisma, pero en vez de guiarse por su propio interés interpreta, o dice interpretar, las aspiraciones de las masas. La clave es la identificación popular con el personaje y con la “utopía de justicia social y económica para las grandes masas trabajadoras” que suele anunciar como meta. Si bien hay toda clase de líderes que defienden diferentes ideas, el líder auténtico debe distinguirse (añade Fals Borda) por su “amplitud, desprendimiento, persistencia, altruismo, seriedad, rectitud moral y hasta heroísmo”. Según el conocido sociólogo, el más claro ejemplo de un líder es Jorge Eliécer Gaitán. Pienso que también lo serían Gustavo Rojas Pinilla (que logró, dice Fals, “la más caudalosa adhesión popular desde los días de Gaitán”) y Luis Carlos Galán, sin negar los rasgos de liderazgo de los dos López, Santos (pero no Juan Manuel, sino Eduardo), Ospina Pérez, Laureano y Álvaro Gómez, Lleras Restrepo y Alzate Avendaño, entre otros. Camilo Torres y Carlos Pizarro habrían llegado a serlo, pero se equivocaron de camino.
Lo indudable es que, como si un ventarrón los hubiera arrasado de repente, desaparecieron los líderes en Colombia. No hablo de ciudadanos que merecen ser escuchados, como Alejandro Gaviria; ni de personas que agitan las redes sociales, como Gustavo Petro; ni periodistas con abundancia de likes; ni de políticos con respetable hoja de vida (los hay, los hay). Sino de individuos capaces de entender los problemas e ideales de las grandes masas, de encabezar un movimiento como agente suyo y de verlas, moverlas y conmoverlas. A veces en el seno de un gobierno brota un líder. El nuestro es un desierto, empezando por el presidente, cuyas cifras de favorabilidad dan lástima. Algunos ministros hacen su trabajo con éxito o por lo menos con decoro. Pero podría rifarse un carro entre quienes mencionen los nombres de los miembros del gabinete, y no lo ganaría ni siquiera Iván Duque.
Fuera de este hipermediocre Gobierno, el jardín no es mucho más florido. Las últimas encuestas revelan que solo cinco de los quince principales políticos (De la Calle, Galán, Fajardo, Robledo y Gutiérrez) gozan de una imagen favorable que supera la negativa. Y solo tres (Santos, Fajardo y Angélica Lozano) la mejoraron durante el periodo de las marchas de protesta. En este momento, Álvaro Uribe es el político con peor imagen de Colombia: 73 por ciento desfavorable. Aun así, gobierna por control remoto. La encuesta no mide la popularidad de Claudia López porque se hallaba postrada con covid-19. Pero su registro de noviembre (57.2 a favor) bajó en abril a 44.2. Sospecho que subió tras su reciente alocución donde ofrece “disculpas a los jóvenes y a la ciudadanía por no haber comprendido la magnitud de sus angustias y reclamos”.
En los últimos meses una de las quejas persistentes de la gente pregunta por los líderes colombianos: ¿dónde están un Lleras, un Gómez, un López, un Echandía, un Santos que nos diga qué pasa y hacia dónde debemos ir? Respuesta: no los hay. Aquí cualquier larva se declara mariposa, como lo demostró el excomisionado de paz Miguel Ceballos. El país ha cambiado hasta el punto de que lo que existe es un liderazgo difuso, de grupos, de comités. Sería mejor un Churchill que esta orfandad, naturalmente. Pero el mundo naciente, el de las redes sociales, las instituciones sin credibilidad, la corrupción que cruje, la afloración de viejos conflictos y desigualdades, la crisis económica, el fracaso general de la política y, para colmo, la puta pandemia, nos conduce a una tierra desconocida. Una tierra donde, como decía Antonio Machado, no hay caminos y nos toca hacerlos al andar.
ESQUIRLA. El gobierno colombiano le negó la entrada al abogado argentino Juan Grabois, miembro de una misión internacional de Derechos Humanos, por considerarlo “una amenaza para el Estado”, y lo expulsó del país. En ese momento se esparció por El Dorado un apestoso tufo a Pinochet, a Videla, a Garrastazu, a Banzer, a Bordaberry...